miércoles, 29 de junio de 2011

NAVIDAD

Esa Navidad iba a ser distinta y lo sentíamos. No hacía mucho que Mamá se había ido de casa y nosotros, con los ojos abiertos en la oscuridad del cuarto, no sabíamos acomodarnos a nuestra nueva vida. Brián y yo acaso no entendíamos qué era lo que se venía pero sí que se venía algo nuevo. Cristina en cambio, con sus años menudos e inocentes, procuraba imaginarse la mañana del veinticinco con ella en la vereda estrenando algún juguete. Nosotros la dejábamos porque sabíamos que así no pensaba en Mamá y no había que ocuparse de que dejase de llorar. A Papá no le gustaba que Cristina llorara. Esa noche casi no nos habló y por eso mismo teníamos miedo de decir algo.
       Mamá era siempre la que se ocupaba de los preparativos. Nos bañaba y nos ponía nuestra mejor ropa. Preparaba la cena y elegía la música. Dejaba la casa reluciente. Lo único que le hubiéramos reprochado era lo de los petardos. No le gustaban y no nos compró nunca fuegos artificiales. Y, aunque esa Navidad no lo hicimos, mirábamos siempre el cielo coloreado de luces y oíamos el ruido. En la última discusión entre Papá y Mamá había reaparecido lo del año anterior, los tiros al aire que Papá había hecho borracho con su revólver. Mamá le pidió siempre que se deshiciera del arma. Él no dejó de hablar de la inseguridad y de que había que defender la casa de posibles ladrones. Mamá nunca se dejó convencer. De algún modo me alegra saber que su otro matrimonio fue feliz.
       Esa Navidad era distinta porque ella ya no estaba y ninguno iba a poder hacer todo lo que ella hacía. Para el arbolito nos bastamos los tres, con Papá no contábamos. Cenamos pizza comprada y nos fuimos a la cama temprano. No brindamos. Extrañamos la sidra sin alcohol de los otros años. Papá tomó vino. Nosotros, el jugo que quedaba, y agua sola. Brián y yo ni soñábamos con regalos. A Cristina no le decíamos nada por no desilusionarla. Íbamos a saber después que ella tampoco podía dormir. Teníamos puesta ropa liviana. Papá tenía unas bermudas deshilachadas, hechas con un jean viejo. Lo recuerdo en ojotas, con la cabeza rapada, tirado en cueros en el sillón. Una de sus manos se perdía tras el sillón, la otra sostenía el vaso de vino. Lo veo, flaco y pensativo, cerrado en su silencio. Sé que no fue el calor lo que nos mantuvo despiertos.
       Brián y yo no sabíamos qué decirnos. Yo no veía la hora de estar en otra situación. Era como si nos hundiéramos en el barro del tiempo. Traté de recordar los festejos de otras navidades pero siempre seguía en mi cama, cerca de Brián. De todos modos el tiempo siempre se pasa. Al rato empezaron a oírse los fuegos de artificio. Sabía, por otras veces, que la gente se adelanta a la hora. Después el ruido iría completándose. Imaginé el cielo rayado de luz. Ahí nomás escuchamos los tiros. Lo primero que pensé fue que se oían demasiado cerca y que tenían que venir del comedor. Mi hermano se levantó de la cama. Yo, como hermano mayor, tenía que adelantármele. Íbamos descalzos para no hacer ruido. Vimos a Cristina saliendo de su cuarto. Le susurramos que vuelva a la cama. No quiso. Se pegó a nosotros. Estábamos encimados contra la pared del pasillo. La puerta del comedor estaba abierta.
       Papá, con el arma pesándole en la mano, estaba parado cerca del arbolito. A sus pies había un bulto grande, rojo. Nos acercamos despacio. No recuerdo si supe o no de entrada lo que estaba pasando. En el suelo había un hombre corpulento, enorme. Tenía una gran barba blanca y un traje rojo. El pelo también era blanco.
       "Que nos robe si puede" dijo Papá mientras el hombre se desangraba inmóvil. "No lo toquen. Lo maté."
       Al caer, el hombre había soltado lo que tenía en la mano. Era una bolsa roja, del mismo material que el traje. Yo la agarré primero. Sentí que esa tela debía usarse en lugares donde hiciera mucho frío. El muerto, sin embargo, no parecía haber transpirado. La bolsa estaba vacía cuando la palpé por fuera. Cristina me la quitó, metió la mano adentro. Sacó una muñeca que había querido tener desde que la viera en la tele. Después buscó y dijo que no había nada más. También dijo que la bolsa era mágica. Yo no sé cómo seguíamos cerca del cuerpo del hombre. Brián metió la mano en la bolsa y dijo que sentía algo. Sacó una pelota de fútbol que era parecida a la de un amigo nuestro, sólo que mejor. No encontró nada más en la bolsa. Me tocaba a mí. En el fondo de la bolsa palpé una caja. A la pobre luz del arbolito vi que era un muñeco articulado de mi superhéroe favorito. No encontré nada más.
       Cristina, Brián y yo nos miramos. Sin una palabra resolvimos darle la bolsa a Papá e irnos a la cama. Al salir del comedor lo vimos confundido. Fue hacia su sillón a sentarse. Dejó de paso el revólver en la mesa. Antes de que cerráramos la puerta estaba sentado en el sillón. Sostenía la bolsa a la altura de sus ojos. La miraba aturdido y lleno de cansancio. No me animé a mirar por la cerradura. Creo que me dormí de madrugada. No sé si soñé con Mamá.
       A la mañana siguiente el cuerpo ya no estaba en el comedor. Alguien había limpiado el piso. Los juguetes seguían donde los habíamos dejado. Papá dormía y se levantó tarde. Jamás le preguntamos por lo de esa noche.

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