viernes, 25 de marzo de 2011

CERCA

Echado en la reposera pensaba en ese amigo que le había dicho que, extrañar, cuando uno sabe que recobrará lo momentáneamente perdido, tiene siempre dos rasgos inequívocos: por un lado, caer en la cuenta de la necesidad que se tiene de eso que se extraña; por el otro, las imaginaciones que se tejen hacia el momento de recobrar lo que es extrañado, soñar el reencuentro, más que nada cuando se habla de una persona. Pensaba que su amigo podía irse al carajo con sus reflexiones porque: ¿de qué podían servirle a él ahora, si faltaba una semana para que ella volviera de las vacaciones? ¿Y qué estaría haciendo ahora Giuliana, con sus amigas en las playas que estaban muchos kilómetros más allá?
Difícil no pensar. Lo peor era que el pensamiento agigantaba las distancias. Incluso el tiempo, esos siete días que faltaban para volver a verla, parecían siete eternidades inmóviles. En otras épocas aprovechaba la tardecita para dormir, pero en vacaciones se levantaba sobre el mediodía y no sabía tener sueño después de almorzar. Tal vez pudiera imaginarse en otro lugar junto a ella, donde el calor fuera menos sofocante, pudiera sentarse sobre el pasto con las piernas extendidas, y entonces ver que bajo la sombra de los árboles ella recostaba los hombros y la cabeza sobre sus piernas, y él le acariciaba el pelo y la frente, incluso escuchar a los pájaros... El problema era que eso no era real, y él no tenía más remedio que extrañar a su chica, su Giuliana, pensó sonriendo.
Lo obvio se volvía insoportable; es decir, le resultaba imposible entender qué tenía que ver la ausencia del cuerpo con la ausencia del alma. Así se explicaría la sorpresa de unos días después, mientras al hablar con ella y preguntarle celosamente si había pensado en él, ella mencionó esa tarde en que todavía le faltaba una semana para volver, y se dijo en la arena, viendo zambullirse a sus amigas mientras asimilaba el almuerzo, imaginándose a la vez en otro lugar, con él en un parque, tendidos a la sombra en que él le pasaba cariñosamente la mano por la frente y el pelo, donde aunque lo tenía lejos podía sentirlo extrañamente cerca.

POEMAS

I:

Yo creo que sí
Que nadie sabe
Qué color tienen sus ojos
Tantos colores sin nombre

Uno dice
"Anoche hablé con Elina"
Sabiendo al instante
Que una magia queda sin decir
Una embriaguez más allá de los vasos

Y un tiempo más allá del tiempo
Donde estuvimos
Todo lo que las palabras callan

Anoche hablé con Elina unos minutos
Y creí saber que la vida se parece a eso
Un tono entre el gris y el verde
Mirándome


II:

Me hace falta morirme por un rato


III:

Una magia tengo que encontrar
Para que el día sea
Y entonces ella esté
Conmigo

La magia es una llave
Y el mundo
Una puerta con la cerradura
En todas partes

Una llama dentro de ella
Que hable de mí
O el dibujo de mi ausencia

Un camino tengo que encontrar
Para llegar al día


IV:

Quiero hacerte el amor en todos los idiomas


V:

Con los brazos en cruz
Espantapájaros
La mirada hacia el frente
Espantapájaros
El pecho sin barreras
Espantapájaros
Y nadie que se quede
Espantapájaros


VI:

Ahora quiero tu pie sobre mis hombros
Dormir la vida que queda
Hundirme
Olvidar
O saber por quién y cómo fui vencido
Como las uñas en la arcilla fresca
La rueda en el camino blando


VII:

Que el cielo empiece encima de mi almohada
¿Es tan difícil?
Que haya más frío y más calor que los míos
Más pudor y más miedo
Así puedo escribir de otras cosas
De la huella de otros dientes
En el insomnio

lunes, 21 de marzo de 2011

DIANA ME ESCRIBE

Diana me escribe que no va a llover. Así que (lo sé) me ve mañana tal cual, sin paraguas al salir de casa hacia el punto convenido. La confianza es una de las formas de nuestra relación. Ningún detalle se le escapa.
            En su último mail me lo escribe, junto con otras cosas. Cosas que no serían algo sólo de los dos si nos manejáramos de otra forma, si no las salváramos del fluir de los días iguales, porque su substancia no es la del secreto. Con lo que, quizás, hacemos también habitual lo desacostumbrado.
            Pero Diana, no obstante los cuatro mails de esta semana, murió hace nueve días. Un auto la atropelló en plena avenida y no llegó al hospital. Yo volví de mi viaje al día siguiente. Pero la vuelta no podía ser una vuelta sin ella, sin siquiera su voz al teléfono con el audio de una telenovela de fondo.
            Su familia nunca me aceptó. No tenía sentido que intentara hablarles, no hubiera resultado. Ni tampoco quise ir al cementerio, a confirmar lo definitivo de su ausencia. Dejé que mis ocupaciones me encerraran. Descubrí mil formas de no pensar. Así terminé revisando mails.
            Ahí estaba. Aunque el mundo se hubiese terminado hacía días y todos, como cualquier engañado de telenovela, no estuviésemos donde correspondía, ahí estaba, brillando en la pantalla, un mail de Diana. Y si en un primer momento al ver la fecha alejé mi silla y maldije a quien pudiera jugar de ese modo con la muerte, hackeando su mail y escribiéndome, después supe la verdad.
            Porque nadie más que ella podría haberlo escrito. Su voz era la que estaba ahí, con ella, como si nada hubiese pasado. Estaba como en todos los mails anteriores y en los que siguieron, hasta este que releo ahora, donde vuelve a hablar de nuestro encuentro de mañana, en un lugar que ella promete a resguardo de todo y de todos. Entonces yo escribo confirmando la cita, yo deslizo a mi vez en la confirmación otras cosas, de esas que con ella compartimos, en las que estamos nosotros y lo que nos une, como una clave que lo renueva todo y un vínculo indestructible, y un lugar al que vuelvo cada vez que Diana me escribe.

MARCOS 16, 5

Entré corriendo. El agente Saint-Thomas, exhausto en un rincón, guardaba la pistola y se acomodaba el traje. Yo me asomé a la ventana con el arma en la mano. El sospechoso había dejado su sobretodo en la habitación.
—¿Cómo? —le pregunté a Saint-Thomas, que me miraba perplejo. —¿No es éste el quinto piso? No podíamos perderlo.
—Nos equivocamos —me dijo.
Lo miré extrañado. Él había seguido conmigo la investigación. El sospechoso, misteriosamente, huía siempre de la escena del crimen.
—Nos equivocamos —repitió Saint-Thomas, antes de murmurar un nombre bíblico. Luego, atónito, lo vi ofreciéndome con la mano tres plumas enormes, como de unas alas de por lo menos dos metros de largo.

miércoles, 16 de marzo de 2011

MELINA


Melina juega
Hay una primavera que se propaga
La calle tiene los ojos del color
De una mañana de domingo
Aquí la lluvia nunca
(No podría)

Melina juega
Cambia una constelación de lugar
Amasa caprichosa una nube
(Así, como caballo de juguete, dice)

Y la tragedia tiene la risa de un niño de
Durazno

El tiempo tampoco
Aquí uno llega a olvidarse de morir
Ocurre que las luces de los autos son
De un caramelo elástico

Que la primavera se dispara
Desbocándose libre
Salvándome de mí
Que dejo de saber cómo hacerme de ceniza

INFIERNO (CANTO ÚNICO)


Déjenme acá, nomás.
Acá tampoco hay Dios
y me hice amigo de un sueco
que no discute mi nuevo domicilio.
Estas cosas se parecen a las otras, no está mal.
Sé de un danés para el que la palabra FIN
es como un pozo desesperante
y por eso cree, teme y tiembla.
De ahí que, por suerte, no venga por acá.
Déjenme acá, nomás.
Todos los comunistas van al cielo.
Toda la gente aburridamente buena va.
Acá no hay Dios y se respira.
Una cosa sí,
siempre que quieran hacer algo por mí,
o por el Dante que solía ser.
Hablen con Beatriz,
y que se dé una vuelta por acá,
que yo la invito.

LOS BESOS POR ESCRITO

Los besos por escrito no llegan
a su destino, se los beben por el
camino los fantasmas.

F. Kafka

Según Gabriel por estos lados el mejor escritor es la realidad. Yo no lo desmiento, pero quiero hacer notar que eso quizás se debe a que nuestra imaginación se ve obligada a descansar y a darse en unidades discretas como cápsulas. Así que para continuarlas hay que aliarse con la realidad poderosa, cederle parte de la firma. Antes de historias suelo tener ideas, y después el lápiz corre sobre la hoja poniendo carne sobre el hueso, piel sobre el músculo. Pero a veces quedan esqueletos solos, perdidos por ahí, en un olvido tenue que los llena de polvo, ignorantes del noticiero que me dice: ya no escribas, ya es verdad. Y esta vez en cambio no.
   Esta vez hubo algo. Así que las cartas pálidas que alguien, en un cuento que ya no voy a escribir, mandaba simulando ser otro sin un propósito claro, las cartas que lograban para nadie el amor del destinatario pasan a ser ahora otra cosa, una noticia en un programa de radio, una casa allanada y un rescate. La chica tiene catorce años, lo que hace verdad esa parte del amor, las manos que sobre el teclado no quieren ser más que ellas mismas, la verdad alternando con la mentira en el correo electrónico o el msn. Porque del otro lado (quién sabe si desde un principio o no, si no fue una de esas cosas cuyo sentido se sabe durante la marcha) del otro lado ya germina la estafa, el primo de dieciocho años fraguado por la amiga con la que de seguro charlaba en el recreo.
   Lo raro es que el amor estaba ahí, de su lado. Y cuántas veces sólo de uno, Ismael hablando del que miente y el que cree, Alejandro del que quiere y el que se deja querer. Tiene que haber estado ahí cuando juntó los doscientos pesos del rescate, y también antes, cuando el teléfono dijo del secuestro. Pero (y lo más terrible empieza recién acá) también estuvo (pienso) después, cuando supo de la estafa, de la mentira, de la falsa amiga que inventó un primo para que la enamorara, como después el secuestro.
   Yo siento que hay dos cosas y que una nos delata. La primera es la traición, la mezcla cínica de realidad y ficción que hizo que la imagen emanara de alguien más y voluntariamente. La segunda, la que nos delata, es la triste comprobación de que siempre nos enamoramos de alguien que no existe.
   Las únicas personas que íntimamente nos importan son las que se ganan nuestro recuerdo. Hay muertes innumerables que no nos tocan. ¿Por qué no creer que un fantasma en Internet haya podido ser lo único verdadero para alguien de la edad en que todo zozobra? Nuestra condena es despertar. Ver el amor que muere con un policía pateando la puerta.

jueves, 10 de marzo de 2011

RATIFICACIÓN

Se le ocurre un personaje que está escribiendo una novela y usted imagina, detalle por detalle, la vida del mismo. Entonces algo intrigante surge: no sólo no puede gobernar el destino de su personaje sino que además la vida de éste comienza a influir repugnantemente en la suya. Lo normal, como ya sabe, sería que, en última instancia, su propia vida influyera sobre la del personaje que usted mismo ha creado. Pero no es así. Porque ese que usted imaginó es el verdadero escritor, y la novela que éste escribe lo tiene como protagonista a usted que, odiamos decírselo, es apenas un personaje literario.

BIENVENIDO

de pronto estaba solo
(gente de niebla)
la memoria prometía respuestas
y daba pedaleadas
con las bolsas del súper en el manubrio
y mi mano derecha
atacando la rebelde malla de abrojo
sujetando a mi puño la voluntad del reloj

por fin oía
mi muñeca desnuda
(solo. niebla)
la malla del reloj era una boca de abrojo
dos labios negros que se abrían diciendo:
te voy a dejar,
te voy a dejar.
mi reloj seguía viaje solo

yo combinaba subtes cuando todo esto
me sentaba cubriéndome
la muñeca izquierda con la derecha
y recordé lo oído alguna vez
que la tristeza sucede a la pérdida
y pensé, como es obvio,
en el alma replegándose.

GIRASOLES

El viento silbaba en los girasoles cuando el auto frenó lentamente. El hombre bajó desarrugándose el traje y se recostó contra el auto. El atardecer le entibiaba la nuca mientras contemplaba el campo y se preguntaba qué estaba haciendo ahí. Se imaginó niño, corriendo entre la multitud de flores y sintió que su mirada tomaba el aire amable de sus reconciliaciones. ¿Qué era lo que lo arrancaba este fin de semana de sus distracciones de siempre? ¿Qué podía haberlo llevado hasta un lugar que ya no era suyo? El sueño no alcanzaba: sólo se había repetido un par de veces y podía ser nomás un simple recuerdo -claro que algo le hacía temer que una voz, conocida pero olvidada, lo llamara sin palabras de alguna forma inusual-. Pero él estaba ahí, revirtiendo kilómetros y décadas, empujado tal vez por una fuerza superior a su razón y por la necesidad que alguien tenía de verlo: en verdad ya nadie vivía allí y todo era una gran absurdidad.
Acercándose a los girasoles trató de que algo le evitara darse cuenta de la inutilidad del viaje, pero sólo consiguió imaginar que los girasoles lo miraban a él sin importarles el sol. Subió al auto juzgando que cuanto menos tardara en volver, menos explicaciones debería dar, y además, debía descansar para asistir a su trabajo. Tardó en arrancar porque sintió que se dejaba algo olvidado. Concentrado como estaba en encontrar algo de buena música en la guantera, no supo notar que los girasoles ya no miraban hacia el sol, que se volvían hacia el auto para verlo marcharse, irse con la misma tranquilidad de los que ya no esperan nada.


martes, 8 de marzo de 2011

ESCENA (LAMENTABLEMENTE) COTIDIANA

El hombre se puso de pie con el sombrero en la mano y mientras lo miró trató de aliñar un poco la superficie de su humilde traje. Lo frotó con la manga para ver si la huella de la suela del zapato -suela exclusiva de zapatos muy costosos- podía borrarse o por lo menos disimularse un poco. Supo que no. Y mientras procuraba, entre perplejo y triste, cubrirse la cabeza con ese sombrero que una inconfundible pisada insultaba en la parte del ala y el comienzo de la copa que debían usarse hacia delante, oyó que el hombre de ropas impecables se volvía para decirle:
-No se preocupe, si agacha la cabeza nadie notará la huella.

lunes, 7 de marzo de 2011

DENTRO (CUENTO CURSI)

Tuve que redoblar la fuerza del brazo para que no se desplomara en la entrada mientras yo abría la puerta con la mano izquierda. Apenas pude dejarlo en el sofá de la sala, se dejó caer casi sin voluntad. Vi su cara,  la sangre brotaba levemente de algunas heridas y se había ya secado en algunas partes. No comprendía, pero no quería rendirme, y mientras le desabrochaba la camisa y suspiraba por los moretones de sus costillas no podía evitar mirarlo y preguntarle: "¿Por qué? ¿Por qué lo hiciste? Si no llego a tiempo te podrían haber matado". Pero nada, el mismo silencio cerrado, la misma mirada perdida cayendo sin obstáculos hacia lo profundo. Su cara destrozada es una masa homogénea y roja en la que sólo se distinguen los ojos perdidos y el aire que se abre paso entre la sangre, la piel blanca del pecho asoma en medio de la sombra de los golpes, y sé que la piel que su ropa todavía oculta no ha de verse diferente. No sé por dónde empezar, con el botiquín a mano me siento todavía más torpe que al principio. Sé que no va querer romper tampoco ahora su silencio pero aún así lo intento: "¿Adónde duele más? Decime al menos eso". Y entonces, como si volviera de un coma o un ahogamiento, sus ojos saltan hasta mí, y su mano temblorosa se arrastra por sobre el pecho para detenerse en una señal apenas a la izquierda del esternón, en una zona no alcanzada por golpe alguno. Es un mismo movimiento todo, los ojos prendiéndose de los míos y las yemas apretándose contra el pecho, un solo movimiento que me deja ver, sin embargo, más allá de lo que hasta ahora apareció ante mi vista. Porque sé que sus ojos no me ven a mí como tampoco vieron caer sobre su cuerpo la lluvia de golpes, porque sólo una cosa pueden ver sus ojos hacia donde sea que miren. No tiene adónde huir, el rostro de la mujer lo persigue, junto con todas esas cosas que no dirá a nadie y lo van envenenando aunque sepa que la conciencia no se calla con parlantes ensordecedores, y que ningún dolor del cuerpo es suficiente.