Una es una escena de una telenovela
brasilera. Dos sicarios deben terminar con el líder del Movimiento Sin Tierra.
Llegado el momento le dan alcance, el hombre no tiene escapatoria, ellos van a
caballo y él a pie. En una de las calles internas de una plantación, o quizás
un surco o una zanja, el hombre cae al suelo. Los asesinos lo observan desde
arriba de los caballos. El hombre, a su vez, los mira desolado, sus ojos claros
abiertos a lo irremediable. Nada se interpone entre el hombre indefenso y los
disparos. Los jinetes obtienen la sangre y la muerte que han ido a buscar.
La otra escena es de una película
estadounidense. Dos hombres violan a una mujer y le advierten que van a matarla
si los denuncia con la policía. Ella no se deja amedrentar y hace la denuncia.
Ellos se enteran, van a buscarla y la asesinan. Aquí el paisaje es suburbano y
no rural, nadie anda a caballo, no hay una mirada desgarradora que se grabe en
la memoria. Y sin embargo, frente a dos extremos posibles (la súbita bala que
atraviesa absurdamente una cabeza en el nihilismo de la impunidad o la urgencia
de la pura acción; la muerte digna del que aunque siente la vida yéndosele del
cuerpo sabe cumplida su tarea y se enorgullece del sacrificio realizado), las
dos escenas plantean la misma inquietud, que no es absurdo ni heroísmo trágico:
la brutalidad incómoda del crimen sin escollos, la trayectoria recta de lo
excecrable.
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