Descripta más o
menos directamente la situación es la que sigue. La puerta que da privacidad al
inodoro me separa del único interruptor que activa la luz de todo el baño de hombres de la oficina. Quedo
entonces a merced de que quien entre a usar el mingitorio o el lavatorio apague
la luz por costumbre al salir, dejándome sin querer a oscuras. Hacerse notar se vuelve en ese contexto una
necesidad. Sin embargo, no articulo en ese momento palabra alguna. Para
comunicarme con quien está del otro lado de la puerta echo mano del desodorante
de ambiente o del rollo de papel, o de cualquier otro objeto que a través del
ruido que logre hacer con él me baste para transmitir mi mensaje, que es
siempre el mismo: estoy acá adentro, no apagues la luz al salir. La razón por
la cual uno prefiere realizar esas maniobras que tienen algo de ridículo y de
patético en vez de apelar lisa y llanamente a la propia voz es el pudor. Una versión
indirecta del pudor, donde lo que se oculta no es, como en otras situaciones,
lo íntimo, o no solamente eso al menos. Es
el pudor que lleva a ocultar la identidad que la articulación de la voz
delataría. El mismo pudor de quienes suben a Internet videos que exponen su
sexualidad a la vez que ocultan cuidadosamente su cara. Algo me hace pensar que
este pudor opera en otros ámbitos que también son íntimos aunque no sean
fáciles de localizar anatómicamente. Que también la voz o la expresión directa son
determinadas veces una forma de delatarse, de ponerse en evidencia cuando se
trata de los sentimientos, esos mismos que la televisión mercantiliza con
facilidad. Que hay una intimidad de los sentimientos que esas veces el pudor nos impide
decir lisa y llanamente, y echamos mano de rodeos y señales y ruidos.
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