miércoles, 13 de julio de 2011

LOLI

Aprendía rápido. Como si no le tomara mucho trabajo. No más que el de recordar un nombre que hace tiempo no se oye. Claro que él la guiaba impecablemente. Recortados en los asientos por la luz de la luna. Por la noche que caía desde el barranco para asomarse al vagón de tren.
A todo esto yo los miraba escurrido a la vez en mi asiento. Atrapado por lo que veía como en otro encierro. Aunque este ya sin precipicios ni lodazales ni auxilios. Como si así fuera posible hasta ignorar a los otros pasajeros, su sueño y sus respiraciones.
De día las cosas eran obviamente distintas. El primer día había sido todo lo excepcional que se podía esperar. Los cuidados de la mujer embarazada, la guitarra del estudiante, la insulina del ingeniero, la discusión de las chicas y los caramelos del vendedor. Llamadas de celular pidiendo ayuda, el milagro de que no haya heridos, las explicaciones insuficientes de por qué tardarían tanto en sacarnos. Y en medio de todo eso Juan guardándose la bolsita de caramelos.
Si no lo comenté con nadie fue porque no le veía el problema. Le habían hecho ceder la mercadería de ese día, con la que pensaba de seguro comprar la mercadería del siguiente. Yo sabía que, por ejemplo, las chicas tenían más que él en la billetera. Y sin embargo él no, dando caramelos a todos. ¿Por qué no iba a guardarse una bolsita para él?
Los últimos que me quedaban no los comí. La situación me había sacado el hambre. Preferí dárselos a Loli. Yo no sabía bien qué pero había algo raro en ella. No era como otras nenas que yo hubiese visto. A Amanda nunca le dije eso. No sólo porque era madre de Loli sino porque desde un principio sentí que no hablábamos, que aunque de la boca salieran palabras había algo más profundo y punzante detrás. Algo que terminó en lo del anillo.
Es que más allá de eso no había nada. La vuelta a casa vislumbrada como un juicio, la alianza matrimonial perdida al fondo del vagón entre sudor y jadeos, la invocación del que allá lejos pensaría en la mujer y la hija. Después de eso había sólo un vagón lleno de gente dormida, el ruido de envoltorios de caramelos, el susurro débil de alguien que dice ¿querés otro? ¿te gusta?, y la luz de la luna recortando a Juan y a Loli contra los asientos.
De día yo no hablaba casi con nadie. Intentaba leer una novela por en medio de las conversaciones. Aquél se maravillaba de que cuando el pez creía haber capturado un bocado, en realidad el anzuelo lo tuviera a él. Otro, no sé si porque yo leía o qué, dejando la guitarra me preguntaba por el último sueño de un personaje de una novela rusa, un tal Svi… Svridi… no se acordaba. Yo quería leer y me salía pensar.
La noche anterior Loli le había lamido los dedos a Juan. El segundo caramelo entró a su boca junto con el pulgar y el índice de Juan y ella había intentado cubrirlos con sus labios primero y retirarlos pero no del todo después. Y repetido el movimiento un par de veces había cerrado la boquita para masticar y tragar el caramelo. Con el tercer caramelo lo mismo, pero además lamerle cada dedo por separado. El susurro de Juan que la guiaba. Y Loli que aprendía.
Aprendía rápido. La cabeza de Loli hundiéndose tras los asientos que tenían adelante y el cierre abierto del pantalón de Juan, Juan apretando los labios y el aliento, su mano en el pelo de Loli y su pulgar acariciándole la mejilla cada vez que ella se incorporaba para clavarle los ojitos. Y en el día yo mirando para otro lado, cuidadoso de no ser también yo descubierto.
Pero quería leer y me salía pensar. El señalador en las últimas páginas de la novela y las caras de los dos. No podía ser. En la mirada de Juan, que ahora parecía haber perdido el alma, se notaba que no controlaba la situación, como una gelatina con forma de hombre, como con el infierno por dentro. Y Loli se reía más que nunca, pero sin exagerar en nada. Se ajustaba a sus costumbres con la seguridad de un rey en su trono. (Queriendo alimentarse, el torpe pez se había vuelto alimento.) 
Hubo otra noche como esa, pero sin caramelos ni dedos. Las palabras que uno podía esperar en un susurro que a riesgo de hacerse voz se prefería silencio. Otra noche en que el ratón cazaba al gato y yo veía todo desde mi asiento. No podía ser. Y sin embargo era. Tanto como el vagón desbarrancado, la comida que nos bajaban de día o la demora inexplicable de los que tenían que sacarnos de ahí.
A veces pienso que la vida de todos los días nos contiene como el vaso al agua. Nuestro vagón era como el vaso volcado y nosotros el agua que empezaba a tomar la forma de la mesa. Aclimatados al encierro, al lodazal, al barranco, a las bolsas de comida. Mi despertar brusco en la última noche sólo podía ser un signo, como los caramelos o el anillo. Algo entre el vendedor y la nena de once años había cambiado, tenía que ser.
Loli estaba esta vez boca arriba sobre los asientos. Trepado al respaldo podía ver su pelo rubio colgando sobre el pasillo del vagón. Juan le tapaba la boca con la mano. Vi los hombros desnudos de Loli, que después fueron su cuerpo desnudo, que después fue Juan también desnudo entrando en ella, en su cuerpito blanco. Pensé que la mano de Juan aplastaba entonces los gritos de ayuda de Loli, que yo no podía sólo seguir mirando como venía haciendo.
Pero me había acercado sin darme cuenta. Desde mi asiento había caminado hasta ellos inconsciente hasta de mí mismo. Sólo estaban ellos dos desnudos y eso que pasaba. Miré a Juan y sentí que me atravesaba una ráfaga helada. Juan no manejaba la situación. Estaba perdido en algo que lo superaba. No tapaba la boca de Loli, ella le lamía los dedos una vez más. Y mientras lo hacía Loli me miraba fijo. Me clavaba sus ojos como anzuelos, como dos anzuelos…
Comencé a desabrocharme el pantalón.

martes, 12 de julio de 2011

ISLA

Isla debía ser un personaje de una novela que ya no creo que escriba. Lo importante, en todo caso, era que alguno de sus amigos recordaba cada tanto las cosas que decía. Las siguientes debían ser algunas de esas cosas.


Dijo Isla:
Espejismo es: ver un oasis donde sólo hay desierto.


Dijo Isla:
Ante la imagen de la multitud, el fascista siente la tentación de poner como rótulo la leyenda de los aerosoles: agítese antes de usar.


Dijo Isla:
Uno se mueve en el tiempo al revés que en el espacio. La memoria es la visión de lo que se deja y no de lo que se acerca. Los ojos perciben en cambio lo que viene y no lo que se queda. En el espacio avanzamos viendo hacia adelante, en el tiempo viendo hacia atrás, como caminando de espaldas.


Dijo Isla:
En el fondo siempre odiamos a los héroes. Ellos impiden que olvidemos nuestra incapacidad y nuestro miedo. Su grandeza nos arroja en la vergonzosa verdad de quiénes somos. Y aunque creemos que sus hazañas nos redimen de nuestra pusilanimidad porque ellos son la mejor expresión de lo que nos integra, nuestra conciencia se apacigua al saber que ya no estarán aquí para humillarnos. Cada aniversario de su muerte es para nosotros motivo de celebración.


Pregunté:
¿Qué es un vencido?
Dijo Isla:
Uno que ya no pelea.