miércoles, 13 de julio de 2011

LOLI

Aprendía rápido. Como si no le tomara mucho trabajo. No más que el de recordar un nombre que hace tiempo no se oye. Claro que él la guiaba impecablemente. Recortados en los asientos por la luz de la luna. Por la noche que caía desde el barranco para asomarse al vagón de tren.
A todo esto yo los miraba escurrido a la vez en mi asiento. Atrapado por lo que veía como en otro encierro. Aunque este ya sin precipicios ni lodazales ni auxilios. Como si así fuera posible hasta ignorar a los otros pasajeros, su sueño y sus respiraciones.
De día las cosas eran obviamente distintas. El primer día había sido todo lo excepcional que se podía esperar. Los cuidados de la mujer embarazada, la guitarra del estudiante, la insulina del ingeniero, la discusión de las chicas y los caramelos del vendedor. Llamadas de celular pidiendo ayuda, el milagro de que no haya heridos, las explicaciones insuficientes de por qué tardarían tanto en sacarnos. Y en medio de todo eso Juan guardándose la bolsita de caramelos.
Si no lo comenté con nadie fue porque no le veía el problema. Le habían hecho ceder la mercadería de ese día, con la que pensaba de seguro comprar la mercadería del siguiente. Yo sabía que, por ejemplo, las chicas tenían más que él en la billetera. Y sin embargo él no, dando caramelos a todos. ¿Por qué no iba a guardarse una bolsita para él?
Los últimos que me quedaban no los comí. La situación me había sacado el hambre. Preferí dárselos a Loli. Yo no sabía bien qué pero había algo raro en ella. No era como otras nenas que yo hubiese visto. A Amanda nunca le dije eso. No sólo porque era madre de Loli sino porque desde un principio sentí que no hablábamos, que aunque de la boca salieran palabras había algo más profundo y punzante detrás. Algo que terminó en lo del anillo.
Es que más allá de eso no había nada. La vuelta a casa vislumbrada como un juicio, la alianza matrimonial perdida al fondo del vagón entre sudor y jadeos, la invocación del que allá lejos pensaría en la mujer y la hija. Después de eso había sólo un vagón lleno de gente dormida, el ruido de envoltorios de caramelos, el susurro débil de alguien que dice ¿querés otro? ¿te gusta?, y la luz de la luna recortando a Juan y a Loli contra los asientos.
De día yo no hablaba casi con nadie. Intentaba leer una novela por en medio de las conversaciones. Aquél se maravillaba de que cuando el pez creía haber capturado un bocado, en realidad el anzuelo lo tuviera a él. Otro, no sé si porque yo leía o qué, dejando la guitarra me preguntaba por el último sueño de un personaje de una novela rusa, un tal Svi… Svridi… no se acordaba. Yo quería leer y me salía pensar.
La noche anterior Loli le había lamido los dedos a Juan. El segundo caramelo entró a su boca junto con el pulgar y el índice de Juan y ella había intentado cubrirlos con sus labios primero y retirarlos pero no del todo después. Y repetido el movimiento un par de veces había cerrado la boquita para masticar y tragar el caramelo. Con el tercer caramelo lo mismo, pero además lamerle cada dedo por separado. El susurro de Juan que la guiaba. Y Loli que aprendía.
Aprendía rápido. La cabeza de Loli hundiéndose tras los asientos que tenían adelante y el cierre abierto del pantalón de Juan, Juan apretando los labios y el aliento, su mano en el pelo de Loli y su pulgar acariciándole la mejilla cada vez que ella se incorporaba para clavarle los ojitos. Y en el día yo mirando para otro lado, cuidadoso de no ser también yo descubierto.
Pero quería leer y me salía pensar. El señalador en las últimas páginas de la novela y las caras de los dos. No podía ser. En la mirada de Juan, que ahora parecía haber perdido el alma, se notaba que no controlaba la situación, como una gelatina con forma de hombre, como con el infierno por dentro. Y Loli se reía más que nunca, pero sin exagerar en nada. Se ajustaba a sus costumbres con la seguridad de un rey en su trono. (Queriendo alimentarse, el torpe pez se había vuelto alimento.) 
Hubo otra noche como esa, pero sin caramelos ni dedos. Las palabras que uno podía esperar en un susurro que a riesgo de hacerse voz se prefería silencio. Otra noche en que el ratón cazaba al gato y yo veía todo desde mi asiento. No podía ser. Y sin embargo era. Tanto como el vagón desbarrancado, la comida que nos bajaban de día o la demora inexplicable de los que tenían que sacarnos de ahí.
A veces pienso que la vida de todos los días nos contiene como el vaso al agua. Nuestro vagón era como el vaso volcado y nosotros el agua que empezaba a tomar la forma de la mesa. Aclimatados al encierro, al lodazal, al barranco, a las bolsas de comida. Mi despertar brusco en la última noche sólo podía ser un signo, como los caramelos o el anillo. Algo entre el vendedor y la nena de once años había cambiado, tenía que ser.
Loli estaba esta vez boca arriba sobre los asientos. Trepado al respaldo podía ver su pelo rubio colgando sobre el pasillo del vagón. Juan le tapaba la boca con la mano. Vi los hombros desnudos de Loli, que después fueron su cuerpo desnudo, que después fue Juan también desnudo entrando en ella, en su cuerpito blanco. Pensé que la mano de Juan aplastaba entonces los gritos de ayuda de Loli, que yo no podía sólo seguir mirando como venía haciendo.
Pero me había acercado sin darme cuenta. Desde mi asiento había caminado hasta ellos inconsciente hasta de mí mismo. Sólo estaban ellos dos desnudos y eso que pasaba. Miré a Juan y sentí que me atravesaba una ráfaga helada. Juan no manejaba la situación. Estaba perdido en algo que lo superaba. No tapaba la boca de Loli, ella le lamía los dedos una vez más. Y mientras lo hacía Loli me miraba fijo. Me clavaba sus ojos como anzuelos, como dos anzuelos…
Comencé a desabrocharme el pantalón.

martes, 12 de julio de 2011

ISLA

Isla debía ser un personaje de una novela que ya no creo que escriba. Lo importante, en todo caso, era que alguno de sus amigos recordaba cada tanto las cosas que decía. Las siguientes debían ser algunas de esas cosas.


Dijo Isla:
Espejismo es: ver un oasis donde sólo hay desierto.


Dijo Isla:
Ante la imagen de la multitud, el fascista siente la tentación de poner como rótulo la leyenda de los aerosoles: agítese antes de usar.


Dijo Isla:
Uno se mueve en el tiempo al revés que en el espacio. La memoria es la visión de lo que se deja y no de lo que se acerca. Los ojos perciben en cambio lo que viene y no lo que se queda. En el espacio avanzamos viendo hacia adelante, en el tiempo viendo hacia atrás, como caminando de espaldas.


Dijo Isla:
En el fondo siempre odiamos a los héroes. Ellos impiden que olvidemos nuestra incapacidad y nuestro miedo. Su grandeza nos arroja en la vergonzosa verdad de quiénes somos. Y aunque creemos que sus hazañas nos redimen de nuestra pusilanimidad porque ellos son la mejor expresión de lo que nos integra, nuestra conciencia se apacigua al saber que ya no estarán aquí para humillarnos. Cada aniversario de su muerte es para nosotros motivo de celebración.


Pregunté:
¿Qué es un vencido?
Dijo Isla:
Uno que ya no pelea.

miércoles, 29 de junio de 2011

VUELAN

“Baja para comer. Ya es algo” me dice. Yo sonrío, sin saber muy bien qué contestar. Miro mi bolso en el otro sillón y doy muestras de querer ir al baño a pasar allí, como tantas otras veces, el tiempo que necesitan para revisar mis cosas y convencerse de que no tengo lo que buscan. Pero justo entonces la mujer me ofrece algo de tomar y vuelve al instante de la cocina trayendo a los lados de su cuerpo gastado por los años y las desgracias la botella de jugo y unos vasos.
Ahora, ya en la habitación de mi amigo, me esfuerzo inútilmente por disimular una sonrisa que tiene algo de la travesura del niño y algo de la satisfacción del vencedor. Cada tanto sube sus ojos interrogantes a mí para volver a bajarlos a un punto que no está en esta habitación ni en lugar alguno del mundo físico. Suspiro y abro mi bolso. Tengo ante mis ojos el fruto de la paciencia: esta vez no tuve que apelar a escondites absurdos. Tomo el delgado block de hojas apenas oculto y la tijera. Los ojos se le iluminan y hasta su cara tiene un tono más vivo. Acerca su silla. Pasa un momento absorbido por su tarea hasta recordar que estoy con él y entonces me ofrece la tijera como una forma de humildad o cortesía o una invitación a compartir lo único que tiene.
No sé si acepto por amistad o porque conservo algún resto de esperanza. Sé que otra vez lo ganará la ansiedad y sus manos estarán en sus fragmentos de papel recortado antes de que yo haya terminado de dar forma a los míos. Todavía la tijera en mi mano no habrá terminado de trazar toda la estrella del cuerpo para empezar la saliente de la cola cuando él deposite en el escritorio la forma blanca y leve sobre la que se sostiene la campana de sus manos abiertas. La figura de tres centímetros comenzará entonces una vibración paulatina que la hará suspenderse en el aire y viajar por toda la habitación y un rato después se cruzará con otras iguales a ella que surcarán también el espacio mientras sobre el escritorio, frente a mí, se amontonan fragmentos que se les parecen en todo menos en la vida. Y al irme, hollado por sus ojos felices, soñaré despierto con el día en que una ventana olvidada permita al fin que una frágil existencia de papel vuele libre al aire de la tarde.

NAVIDAD

Esa Navidad iba a ser distinta y lo sentíamos. No hacía mucho que Mamá se había ido de casa y nosotros, con los ojos abiertos en la oscuridad del cuarto, no sabíamos acomodarnos a nuestra nueva vida. Brián y yo acaso no entendíamos qué era lo que se venía pero sí que se venía algo nuevo. Cristina en cambio, con sus años menudos e inocentes, procuraba imaginarse la mañana del veinticinco con ella en la vereda estrenando algún juguete. Nosotros la dejábamos porque sabíamos que así no pensaba en Mamá y no había que ocuparse de que dejase de llorar. A Papá no le gustaba que Cristina llorara. Esa noche casi no nos habló y por eso mismo teníamos miedo de decir algo.
       Mamá era siempre la que se ocupaba de los preparativos. Nos bañaba y nos ponía nuestra mejor ropa. Preparaba la cena y elegía la música. Dejaba la casa reluciente. Lo único que le hubiéramos reprochado era lo de los petardos. No le gustaban y no nos compró nunca fuegos artificiales. Y, aunque esa Navidad no lo hicimos, mirábamos siempre el cielo coloreado de luces y oíamos el ruido. En la última discusión entre Papá y Mamá había reaparecido lo del año anterior, los tiros al aire que Papá había hecho borracho con su revólver. Mamá le pidió siempre que se deshiciera del arma. Él no dejó de hablar de la inseguridad y de que había que defender la casa de posibles ladrones. Mamá nunca se dejó convencer. De algún modo me alegra saber que su otro matrimonio fue feliz.
       Esa Navidad era distinta porque ella ya no estaba y ninguno iba a poder hacer todo lo que ella hacía. Para el arbolito nos bastamos los tres, con Papá no contábamos. Cenamos pizza comprada y nos fuimos a la cama temprano. No brindamos. Extrañamos la sidra sin alcohol de los otros años. Papá tomó vino. Nosotros, el jugo que quedaba, y agua sola. Brián y yo ni soñábamos con regalos. A Cristina no le decíamos nada por no desilusionarla. Íbamos a saber después que ella tampoco podía dormir. Teníamos puesta ropa liviana. Papá tenía unas bermudas deshilachadas, hechas con un jean viejo. Lo recuerdo en ojotas, con la cabeza rapada, tirado en cueros en el sillón. Una de sus manos se perdía tras el sillón, la otra sostenía el vaso de vino. Lo veo, flaco y pensativo, cerrado en su silencio. Sé que no fue el calor lo que nos mantuvo despiertos.
       Brián y yo no sabíamos qué decirnos. Yo no veía la hora de estar en otra situación. Era como si nos hundiéramos en el barro del tiempo. Traté de recordar los festejos de otras navidades pero siempre seguía en mi cama, cerca de Brián. De todos modos el tiempo siempre se pasa. Al rato empezaron a oírse los fuegos de artificio. Sabía, por otras veces, que la gente se adelanta a la hora. Después el ruido iría completándose. Imaginé el cielo rayado de luz. Ahí nomás escuchamos los tiros. Lo primero que pensé fue que se oían demasiado cerca y que tenían que venir del comedor. Mi hermano se levantó de la cama. Yo, como hermano mayor, tenía que adelantármele. Íbamos descalzos para no hacer ruido. Vimos a Cristina saliendo de su cuarto. Le susurramos que vuelva a la cama. No quiso. Se pegó a nosotros. Estábamos encimados contra la pared del pasillo. La puerta del comedor estaba abierta.
       Papá, con el arma pesándole en la mano, estaba parado cerca del arbolito. A sus pies había un bulto grande, rojo. Nos acercamos despacio. No recuerdo si supe o no de entrada lo que estaba pasando. En el suelo había un hombre corpulento, enorme. Tenía una gran barba blanca y un traje rojo. El pelo también era blanco.
       "Que nos robe si puede" dijo Papá mientras el hombre se desangraba inmóvil. "No lo toquen. Lo maté."
       Al caer, el hombre había soltado lo que tenía en la mano. Era una bolsa roja, del mismo material que el traje. Yo la agarré primero. Sentí que esa tela debía usarse en lugares donde hiciera mucho frío. El muerto, sin embargo, no parecía haber transpirado. La bolsa estaba vacía cuando la palpé por fuera. Cristina me la quitó, metió la mano adentro. Sacó una muñeca que había querido tener desde que la viera en la tele. Después buscó y dijo que no había nada más. También dijo que la bolsa era mágica. Yo no sé cómo seguíamos cerca del cuerpo del hombre. Brián metió la mano en la bolsa y dijo que sentía algo. Sacó una pelota de fútbol que era parecida a la de un amigo nuestro, sólo que mejor. No encontró nada más en la bolsa. Me tocaba a mí. En el fondo de la bolsa palpé una caja. A la pobre luz del arbolito vi que era un muñeco articulado de mi superhéroe favorito. No encontré nada más.
       Cristina, Brián y yo nos miramos. Sin una palabra resolvimos darle la bolsa a Papá e irnos a la cama. Al salir del comedor lo vimos confundido. Fue hacia su sillón a sentarse. Dejó de paso el revólver en la mesa. Antes de que cerráramos la puerta estaba sentado en el sillón. Sostenía la bolsa a la altura de sus ojos. La miraba aturdido y lleno de cansancio. No me animé a mirar por la cerradura. Creo que me dormí de madrugada. No sé si soñé con Mamá.
       A la mañana siguiente el cuerpo ya no estaba en el comedor. Alguien había limpiado el piso. Los juguetes seguían donde los habíamos dejado. Papá dormía y se levantó tarde. Jamás le preguntamos por lo de esa noche.

viernes, 24 de junio de 2011

HISTORIA DE SIEMPRE

La soledad de Nuestro Protagonista esquiva lo inmediatamente material: la peatonal de "Las Toninas" por donde avanza (acompañado de sus amigos) está surcada de veraneantes. Su soledad, decía, sólo acepta descripciones poéticas: una melancolía no estimable en horas, una desesperada paciencia, un exilio dentro de sí mismo, una oscuridad donde cualquier luciérnaga es un sol. Pero esta noche Nuestro Protagonista evita lo trágico (es justo: ha salido a distraerse, no quiere pensar que la vida obedece un complejo engranaje donde el azar es ley, ni que su redención puede acecharlo desde cualquier muchacha fugazmente vista). Algo, sin embargo, lo lleva a fijarse en ese grupo de chicas que avanzan en sentido inverso al de sus amigos y él. Sus amigos conversan, puras banalidades, como siempre. Y él quisiera ser parte de esa frívola discusión pero es más fuerte la atracción que una de las chicas del grupo despierta en él. Aclaremos que no es algo puramente físico, la chica lo inquieta como nos inquietaría un ruido en una oscura habitación. Algo en ella tironea de su alma y le encadena la vista. Pero eso no es todo. Porque así como es innegable que cualquier muchacho que fije sus ojos en una chica comprobará que ella esquiva prudente su mirada y camina viendo adelante, la chica que absorbe la atención de Nuestro Protagonista lo mira, de un modo misterioso y casi sobrenatural, ¡directamente a los ojos! Avanza por el centro de la peatonal como él, y le sostiene la mirada como quien aferra en un puño algo tan valioso que no se perdonaría jamás haberlo perdido. Nuestro Protagonista, pese a sus iniciales deseos, no puede tampoco esta vez extraviarse en cosas superfluas. Tampoco esta vez, en esta simple caminata, puede evitar apostar su porvenir a una señal inconfundible, a una mirada tan contundente como una piedra preciosa. Mucho menos en ese brusco e irrevocable adentrarse paso a paso en la peatonal, viendo que ella hace lo mismo, que unidos por la mirada por una fuerza que los traspasa avanzan uno hacia el otro, acercándose a cada paso, a cada instante. ¿Qué le dirá cuando la tenga a escasos centímetros? ¿Se besarán furiosamente como los protagonistas de las películas, sin siquiera meditarlo? ¿Se abrazarán para que sus cuerpos se fundan al igual que sus miradas y en el mundo no importe nada fuera de ellos dos? Instante tras instante han ido acercándose, ya están a un solo paso uno del otro. Parece que el infinito pasado no tiene otra justificación que este momento. Fascinado por esta enigmática magia él la contempla, siente que ella quiere hablarle, se predispone a oírla como naciendo de nuevo.
       –¿Qué mirás, estúpido? –chilla ella, apartando inmediatamente la cara de su vista.
       Miserable y patético, Nuestro Protagonista sigue caminado, pero siente (eso sí) que el mundo es ahora para él completamente inútil.

jueves, 2 de junio de 2011

LA EXPRESIÓN AUTÉNTICA

Voy a saber después que tiene veintiséis aunque parezca de diecinueve, y que sí estudia o estudió en la facultad, y que escribió un blog desde y hasta hace unos años. Me lo va a decir el Facebook. Pero esa noche, arrellanados en los sillones del bazar de arte, después de ese recital de poesía y música donde una chica lloró al cantar un tema muy triste de Violeta Parra y otros leyeron cosas que realmente me interesaron, no voy a estar entorpecido por, al menos, esos sanos prejuicios. Así que seré libre de embarrarme en otras cosas, esas generalizaciones gratuitas que son como los mojones de algunas charlas, porque la superstición de que siempre una experiencia o un conocimiento nuevo acechan en el diálogo corriente todavía no me abandona. No sé qué palabras usaría hoy, ni recuerdo tampoco las que dijo preferir ella, pero acudí en el apuro (los tiempos de la oralidad no son los de la escritura) a "la expresión auténtica". Éramos ella y yo nomás hablando, así que uno podía erigirse en juez y dividir en buenos y malos, nadie cuestionaba la autoridad de un juicio de valor que, por otra parte, sobre nadie caía. Porque a lo que yo me refería, sin plantear ninguna lista ni nada, era a un criterio subjetivo (casi digo "puramente", los tiempos de la escritura no son, por suerte, los de la oralidad), el momento en el que uno, frente a la página escrita, sabe que no podrá hacerlo mejor. Y ese "no poder hacerlo mejor" contiene en su ambigüedad fundamental el triunfo y la derrota, porque se llegó hasta ahí, quizás después de un largo y arduo camino de reescrituras y desazones y etcéteras, y eso es quizás incomparable, pero también es la conciencia de la finitud y fatuidad propias, de nuestra limitación y nuestra muerte, porque más allá no hay nada. Porque (al leer lo propio pero sobre todo lo ajeno) reconocemos en ese esfuerzo algún tipo de verdad, siquiera individual o intransferible, siquiera precaria o perenne. Y eso, al margen del gusto y el talento, por alguna razón, es.

sábado, 14 de mayo de 2011

TÁNDEM: FLAUBERT + IANNELLI

"Cuando alguien muere lo primero que se experimenta es una enorme estupefacción, tan difícil es comprender este advenimiento de la nada y resignarse a creerlo."
Flaubert, Gustave; Madame Bovary, Segunda Parte, Capítulo IX

"Como decía Marco Denevi en Parque de diversiones (1970), 'el fin del mundo es la muerte. Un apocalipsis trizado en infinitos y sucesivos apocalipsis individuales, porque a Dios le disgustan la megalomanía, la exageración y el barullo'.
       Y esos pequeños e individuales decesos van mutando paulatina e imperceptiblemente la piel del universo, y un buen día nos levantamos para encontrarnos con que el mundo ha muerto y éste en el que vivimos es otro, ni mejor ni peor, pero definitivamente otro. El mundo de Joaquín Gianuzzi muerto, y lloro."
Iannelli, Walter; Correo de Lectores de la Revista Ñ

sábado, 7 de mayo de 2011

EL CIEMPIÉS INMÓVIL

Inmóviles paquetes de fideos a la izquierda, en la góndola. A la derecha las cajitas de puré de tomate. Atrás, quién sabe, las legumbres tal vez, las harinas, los arroces, o acaso algún otro comestible. Adelante, como detenida en el tiempo, como congelada por la criminal acción del Capitán Frío, la cola que, según creemos, nos llevará hasta la caja, hasta la prolija caja donde embolsarán nuestras mercaderías, esas que conseguimos cargar en el canasto, y desenfundaremos los billetes luego de oír la cifra total de nuestra compra.
       Pero ese momento feliz no llega todavía; paralizada en su burocrática impotencia la cola nos hace dudar. Por experiencia sabemos que allá adelante nos espera la mecánica cajera para concluir con nuestra operación, pero ¿y si esta vez es diferente? ¿Y si nos quedamos trabados en esta fila creciente, encerrados indefinidamente por las góndolas y las personas que nos rodean? ¿Acaso los embotellamientos sólo ocurren en las autopistas? Quién sabe. Por lo pronto contamos con la providencial costumbre para subsistir al pánico, por ahora la resignación nos refrena, y así la desesperación todavía no nos pudo. Y miramos la nuca inmóvil del que está adelante, la playera que encadenamos al bicicletero de la entrada, y el recinto donde nos retienen la bolsa de los mandados. Porque no es para tanto al fin. Si no por qué podemos empujar con el pie el canasto que el cansancio nos hizo apoyar en el piso y avanzar medio pasito, que parece poco, pero que nos tranquiliza porque entendemos que la cola, aunque lentamente, avanza. Es eso lo que nos da esperanzas y nos hace soñar con el utópico momento de vaciar nuestro canasto. Miramos así la nuca inmóvil del que está adelante, y presentimos más allá a la cajera. La presentimos, sí, pero ¿cómo? ¿Cómo una certeza? ¿Cómo una superstición? ¿Cómo?
       Quién sabe.

domingo, 1 de mayo de 2011

PUNTO DE ENCUENTRO

El día anterior había llorado yo, pero para nadie y por mí. Porque siempre que me acaricia una ilusión hay detrás una desilusión preparando un golpe durísimo. El día anterior yo había llorado por mi gran inutilidad, casi dos semanas y todavía ningún socio, ese laburo en apariencia tan genial claramente no era para mí, tanta plata gastada en nada. Ahora la que lloraba era Georgina, pero por otras cosas. Ella estuvo con los demás cuando dos días después saludé después de devolver la enciclopedia y pisé por última vez la editorial: su razón era muy otra y estalló cuando llegué después que ella al punto de encuentro. Ahí me dijo lo que había pasado, del descampado por el que cruzó y del pibe drogado mostrándole las balas del arma, de su resistencia a darle el bolso y el tiro que no salió, que en el bolso tenía las monedas que una mujer le había dado para viajar, todo eso flotando en su llanto y hacia mí. Y entonces yo le preguntaba cosas para hacerla volver, porque ahora estaba acá, hablando conmigo en el punto de encuentro, ya no más ahí con el miedo y la muerte. Por eso yo podía ganarle un tiempo al llanto, para que me dijera quién vivía en su casa, cómo llegaba hasta allá, lo que fuera que la tuviera tranquila y pensando en otra cosa, al menos hasta que fueron llegando los demás y yo ya no pude hacer nada con ese llanto que volvía a estallar y esa historia que no dejaba de repetirse.

miércoles, 27 de abril de 2011

CONSECUENCIA

Lo supe del otro lado de la puerta por el ruido que hacía con el manojo de llaves. Como había alcanzado el sillón cuando la puerta comenzó a abrirse, me senté. Mientras la puerta se abría lo vi mirándome fijo, viéndome sentada en el living y supe, más que nada por el hecho de que pudiera verme, que me adivinaba acostada en mi cama pocos minutos antes.
Tenía la cara que siempre ponía para excusarse por sus llegadas de madrugada, habló sabiendo que sus palabras no borrarían ni mis lágrimas ni mi enojo.
-Hubiese querido volver antes -me dijo-. Pasaron cosas.
-Ni me hables -le contesté, y el dolor de mi voz le hizo saber que, ahora que él era el único que seguía conmigo, la situación no permitía lujos como el de la salida de esa noche-. Tendrías que haber estado conmigo cuando la policía llamó por teléfono hace unas horas. Ni siquiera llegaste para acompañarme a reconocer tu cuerpo.
-Tenés razón -me contestó-. Pero ya estoy acá, porque lo quisiste así, lo que me pasó a mí no tiene nada que ver con esto. La decisión fue tuya. Por eso vine a buscarte. Vámonos así nomás, no quieras llevarte nada, no mires atrás siquiera, todo esto que nos rodea ya no nos pertenece y, además, adonde vamos no necesitaríamos nada. No te preocupes por lo que queda en la casa, en tu cama, ya va a haber quien se ocupe de lo que dejamos.
-Está bien. Vámonos, hijo -le dije, y nos fuimos.

EL VÉRTIGO


Llegaron. El hombre del medio -el que llevaba los puños atados a la espalda-, sin levantar mucho la vista creyó que, así como la noche simplifica los colores, el sol que trepaba frente a él reducía el mundo a un pequeño y solo lugar, a tres hombres de pie junto a un instrumento temible. Algunos escalones y otros pasos hasta llegar bajo la cuerda, hasta pisar las tablas que amenazaban un abismo tal vez mínimo, tal vez insoportablemente infinito.
De algún modo se alegró de que no lo encapucharan: el sol en la cara le ayudaba tibiamente a no pensar en eternas y terribles agonías suspendiéndose de la horca; imágenes que desesperadamente procuró rechazar en la interminable víspera. Eso sí, la soga le provocaba en el cuello una cierta comezón, sentida desde el primer instante en que ajustaron el nudo contra su nuca.
-¿Un cigarrillo? -le preguntó el que estaba a su derecha.
-Gracias, pero no fumo -contestó.
-Dame uno a mí -dijo el otro, que por su ubicación sería quien accionaría la palanca que abriría el piso del patíbulo.
El que estaba a la derecha del condenado se palmeó los bolsillos del uniforme, luego chistó y meneó la cabeza en una negación.
-Te dije que los trajeras -resolló el que estaba cerca de la palanca.
Hubo un largo silencio que el condenado sospechó a sus espaldas atravesado de mudos gestos. Seguidamente oyó dos pares de pasos bajar desganadamente del patíbulo. No quiso o no pudo mirar hacia atrás pero supo que lo habían dejado solo. La aspereza de la soga agredía parte de esa piel que prolijamente había afeitado bien temprano esa mañana.

lunes, 11 de abril de 2011

DE LA MUJER QUE SONRÍE

De la mujer que sonríe brota una luz. Es un destello claro que se esparce primero por la cara y luego, casi al instante, va más allá. Toca el ilumina todo lo que rodea a la sonrisa y a la mujer que sonríe. Como si hasta ese momento las cosas hubieran estado cubiertas por un velo y ahora, a partir de ese brillo, se mostraran tal como son y cobraran un sentido repentino, distinto del acostumbrado. Si uno tiene que ver con esa sonrisa, si las cosas que uno es o hace o fue o hizo desencadenaron esa luz, se siente que sí, que se puede, que aún bajo la más profunda sombra hubo un camino, como si el alma pudiera volver hacia atrás y reconocer, en la huella de cada paso que parecía dado en falso, una pisada firme en la dirección correcta, y aunque esa sonrisa casi no dure ya no importa, porque uno sabe que ha soñado despierto, y que ha sido un sueño hermoso, hermoso, de veras.

LOS AUSENTES

Lo último que le oí decir a Daniel fueron ocho palabras: “Ella es linda. Él es serio pero bueno.” Después, pasadas las horas necesarias para que fuera ya otro día, nos dimos un abrazo largo y silencioso. Ahora sólo iba a poder hablar de Papá y Mamá con Facundo, y eso yo lo comprendía mientras Daniel se iba para siempre.
            Aunque puede ser nomás que la memoria haga trampa de nuevo, que entonces yo sólo volvía a los juegos con los demás hasta que fuera la hora de dormir y las voces de Papá y Mamá se metiesen por debajo de la puerta. No sé qué parentesco hay entre el mundo de los sueños y el de la infancia, pero que yo me sorprenda recién ahora de que nadie más los oyera ya es algo. Revolverme en la sombra en busca de una complicidad inhallable, sondear los sueños imperturbables de los otros chicos, sus ojos cerrados mientras Papá y Mamá dicen: “Sí, mucha imaginación. ¿No será peligroso? Se inventa esos amigos que dice y a veces le cuesta volver, hacer lo que le pedimos. No sé si su realidad es del todo la nuestra. ¿Un hermanito? ¿Ahora? Por ahí resulte, pero no sé.”
            Así que de día en medio de los juegos sólo queda Facundo para hablar de Papá y Mamá, para contarle que los oigo. Y él me escucha, pero ya sé que piensa en otra cosa. Qué le importa si de noche discuten sobre cuentas sin pagar o dónde dejarme el fin de semana. Él seguramente tiene suficiente con la invención de nuevos escondites, con los trucos para la bolita y esas cosas que nadie puede no entender. Sentir, no obstante, que si también Facundo se fuera, si otro abrazo largo y silencioso quebrara el tiempo, algo se perdería a la deriva, como una carta cuyo destinatario ya no existe para el sueño sino sólo para el despertar, pero más que una carta una torre de sobres que crece cada noche, levemente. Los párpados bajan y Facundo ya no está, es una mentira de la imaginación como los otros chicos y Mamá canta en la cocina. Los párpados suben y Facundo sigue ahí, llamándome a jugar con los demás.
            Es algo que se sabe. Lo que atraviesa una puerta cerrada puede atravesarlas todas. No hay lugar al que ir. Las voces en el comedor son lo único real en la noche, y el cuarto, demasiado grande para mí solo, tengo que llenarlo de fantasmas. Es cierto que debo pedirles permiso para salir a jugar al patio, se resiste Papá y Mamá, con los dedos entre mi pelo, lo convence por fin. Es cierto que ellos saben, por el contrario, de los chicos, aunque procuro que no oigan lo que le cuento a Facundo, y no obstante les preocupa mi negativa a jugar en otra casa, con otros chicos. Lo sé porque se los oigo decir.
            En plena ronda una señal para mirar por sobre el hombro, sin quitar la atención del juego. El disimulo como una forma de resistir, como una forma de preservar hasta el límite lo existente, aunque no resulte, y todos se miren sabiendo que la realidad está llamada a cambiar, que ahora uno es llevado aparte y las miradas de todos lo esperan pidiendo detalles, preguntando cómo son. Sólo que esta vez se trata de mí y antes del abrazo final hay otras cosas. Llamar a Mamá y Papá para darles la noticia, para que sepan que mi imaginación ya no va a solicitarlos porque la adopción es un hecho, porque dejo de ser huérfano y ya no necesito imaginarlos más.

martes, 5 de abril de 2011

LA FÓRMULA

Descansaron ansiosos sus cuerpos, adecuadamente colosales, en los asientos de la sala de espera. Colgando de la pared una ampliación mostraba cómo un hombre vestido de explorador tropical devolvía al mar una tortuga gigante. La fotografía había sido tomada en Galápagos, durante las investigaciones del profesor Young, quien, costeado por importantes firmas, buscaba entender por qué esas tortugas dedicaban sólo sus últimos cinco minutos a envejecer y toda la vida previa al crecimiento. Ellos, aunque -como todos- debían su situación actual a dicha investigación, no prestaban mayor atención al retrato: tanto hacía ya de todo eso. Además, el tiempo se dilataba sin que el médico reapareciera con su diagnóstico.
Se habían llegado hasta la clínica al notar en su hijo los extraños síntomas de una enfermedad desconocida. Allí nadie les había brindado aún respuestas y sin embargo la muerte no les generaba ningún miedo, acostumbrados como estaban a una inmortalidad imaginaria. En los pocos siglos que creían haber vivido jamás supieron que a nadie le sucediera lo que a su hijo ahora. Sus jóvenes e inmaculadas caras no sabían disimular la ansiedad. Irguieron sus altas y esbeltas figuras repentinamente, apenas vieron asomarse al médico, que procuró que el peso de su cuerpo, naturalmente grande, no se reflejara en el ruido de los pasos. Acaso porque no esperaban nada las palabras del doctor los sorprendieron. “En mis trescientos años en la profesión no he visto nada parecido”, dijo, articulando armoniosamente las joviales facciones de su rostro. Al matrimonio la frase no se le hizo del todo nueva, al igual que tantas otras cosas que sentían haber vivido miles de veces ya. El padre, algo desesperanzado, salió un momento a la calle mientras el médico le explicaba a su esposa la situación. En la vereda de la casa de venta de televisores una aglomeración de personas observaba la vidriera murmurando. Según el noticiero una gran parte de la población presentaba los mismos síntomas que su hijo. Informaban sin ahorrarse la alarma de una epidemia. Él repitió en voz baja los síntomas: “Fallas en el organismo, arrugas en la piel, despigmentación del cabello…” Ya no cabía ninguna duda: la fórmula había empezado a fallar.

CUATROCHO

Lo que pasa es que a uno le gustan los números, las fechas y eso. Con los tipos éstos que figuran en las entradas de los diccionarios está bien. Pero yo ¿para qué? En cierta forma lo que pasó es quedarse fuera del tiempo ¿no? Por ahí ella sabe, porque las mujeres son así. Yo no sabría decirte hace cuánto.
Te juro, recuerdo la cama de dos plazas. Y que no podía dormirme. Yo no sé por dónde entró la cucaracha que paseaba por el techo. Es más, ella se dio cuenta primero que yo. Yo tardé bastante. Recuerdo que me miraba y no lo podía creer, con la boca abierta me miraba. Después claro, lo que ya saben todos. Lo insoportable para mí fue lo que la gente notaba en ella y en mí, como dos meses después, en la fiesta de quince de la nena. Pero no me acostumbro ¿entendés? No me acostumbro.
Yo por mi parte no hice nada. Además ¿pude haber hecho algo? Porque… Decime… ¿Qué hace la gente en mi lugar? Es todo demasiado raro. Yo sigo como siempre. Pero en ese momento supe que ya nada sería como siempre. Porque se sabe ¿entendés? Y cuando estoy con ella ni hablo del tema. ¿Qué le voy a decir? ¿Vos le preguntarías a tu mujer qué tan sola se siente? ¿Eh? ¿Vos le preguntarías si le dice a la gente que ese tipo simpático que todos ven por ahí, que ese tipo que firma el cuaderno de comunicados de su hija está muerto?

viernes, 25 de marzo de 2011

CERCA

Echado en la reposera pensaba en ese amigo que le había dicho que, extrañar, cuando uno sabe que recobrará lo momentáneamente perdido, tiene siempre dos rasgos inequívocos: por un lado, caer en la cuenta de la necesidad que se tiene de eso que se extraña; por el otro, las imaginaciones que se tejen hacia el momento de recobrar lo que es extrañado, soñar el reencuentro, más que nada cuando se habla de una persona. Pensaba que su amigo podía irse al carajo con sus reflexiones porque: ¿de qué podían servirle a él ahora, si faltaba una semana para que ella volviera de las vacaciones? ¿Y qué estaría haciendo ahora Giuliana, con sus amigas en las playas que estaban muchos kilómetros más allá?
Difícil no pensar. Lo peor era que el pensamiento agigantaba las distancias. Incluso el tiempo, esos siete días que faltaban para volver a verla, parecían siete eternidades inmóviles. En otras épocas aprovechaba la tardecita para dormir, pero en vacaciones se levantaba sobre el mediodía y no sabía tener sueño después de almorzar. Tal vez pudiera imaginarse en otro lugar junto a ella, donde el calor fuera menos sofocante, pudiera sentarse sobre el pasto con las piernas extendidas, y entonces ver que bajo la sombra de los árboles ella recostaba los hombros y la cabeza sobre sus piernas, y él le acariciaba el pelo y la frente, incluso escuchar a los pájaros... El problema era que eso no era real, y él no tenía más remedio que extrañar a su chica, su Giuliana, pensó sonriendo.
Lo obvio se volvía insoportable; es decir, le resultaba imposible entender qué tenía que ver la ausencia del cuerpo con la ausencia del alma. Así se explicaría la sorpresa de unos días después, mientras al hablar con ella y preguntarle celosamente si había pensado en él, ella mencionó esa tarde en que todavía le faltaba una semana para volver, y se dijo en la arena, viendo zambullirse a sus amigas mientras asimilaba el almuerzo, imaginándose a la vez en otro lugar, con él en un parque, tendidos a la sombra en que él le pasaba cariñosamente la mano por la frente y el pelo, donde aunque lo tenía lejos podía sentirlo extrañamente cerca.

POEMAS

I:

Yo creo que sí
Que nadie sabe
Qué color tienen sus ojos
Tantos colores sin nombre

Uno dice
"Anoche hablé con Elina"
Sabiendo al instante
Que una magia queda sin decir
Una embriaguez más allá de los vasos

Y un tiempo más allá del tiempo
Donde estuvimos
Todo lo que las palabras callan

Anoche hablé con Elina unos minutos
Y creí saber que la vida se parece a eso
Un tono entre el gris y el verde
Mirándome


II:

Me hace falta morirme por un rato


III:

Una magia tengo que encontrar
Para que el día sea
Y entonces ella esté
Conmigo

La magia es una llave
Y el mundo
Una puerta con la cerradura
En todas partes

Una llama dentro de ella
Que hable de mí
O el dibujo de mi ausencia

Un camino tengo que encontrar
Para llegar al día


IV:

Quiero hacerte el amor en todos los idiomas


V:

Con los brazos en cruz
Espantapájaros
La mirada hacia el frente
Espantapájaros
El pecho sin barreras
Espantapájaros
Y nadie que se quede
Espantapájaros


VI:

Ahora quiero tu pie sobre mis hombros
Dormir la vida que queda
Hundirme
Olvidar
O saber por quién y cómo fui vencido
Como las uñas en la arcilla fresca
La rueda en el camino blando


VII:

Que el cielo empiece encima de mi almohada
¿Es tan difícil?
Que haya más frío y más calor que los míos
Más pudor y más miedo
Así puedo escribir de otras cosas
De la huella de otros dientes
En el insomnio

lunes, 21 de marzo de 2011

DIANA ME ESCRIBE

Diana me escribe que no va a llover. Así que (lo sé) me ve mañana tal cual, sin paraguas al salir de casa hacia el punto convenido. La confianza es una de las formas de nuestra relación. Ningún detalle se le escapa.
            En su último mail me lo escribe, junto con otras cosas. Cosas que no serían algo sólo de los dos si nos manejáramos de otra forma, si no las salváramos del fluir de los días iguales, porque su substancia no es la del secreto. Con lo que, quizás, hacemos también habitual lo desacostumbrado.
            Pero Diana, no obstante los cuatro mails de esta semana, murió hace nueve días. Un auto la atropelló en plena avenida y no llegó al hospital. Yo volví de mi viaje al día siguiente. Pero la vuelta no podía ser una vuelta sin ella, sin siquiera su voz al teléfono con el audio de una telenovela de fondo.
            Su familia nunca me aceptó. No tenía sentido que intentara hablarles, no hubiera resultado. Ni tampoco quise ir al cementerio, a confirmar lo definitivo de su ausencia. Dejé que mis ocupaciones me encerraran. Descubrí mil formas de no pensar. Así terminé revisando mails.
            Ahí estaba. Aunque el mundo se hubiese terminado hacía días y todos, como cualquier engañado de telenovela, no estuviésemos donde correspondía, ahí estaba, brillando en la pantalla, un mail de Diana. Y si en un primer momento al ver la fecha alejé mi silla y maldije a quien pudiera jugar de ese modo con la muerte, hackeando su mail y escribiéndome, después supe la verdad.
            Porque nadie más que ella podría haberlo escrito. Su voz era la que estaba ahí, con ella, como si nada hubiese pasado. Estaba como en todos los mails anteriores y en los que siguieron, hasta este que releo ahora, donde vuelve a hablar de nuestro encuentro de mañana, en un lugar que ella promete a resguardo de todo y de todos. Entonces yo escribo confirmando la cita, yo deslizo a mi vez en la confirmación otras cosas, de esas que con ella compartimos, en las que estamos nosotros y lo que nos une, como una clave que lo renueva todo y un vínculo indestructible, y un lugar al que vuelvo cada vez que Diana me escribe.

MARCOS 16, 5

Entré corriendo. El agente Saint-Thomas, exhausto en un rincón, guardaba la pistola y se acomodaba el traje. Yo me asomé a la ventana con el arma en la mano. El sospechoso había dejado su sobretodo en la habitación.
—¿Cómo? —le pregunté a Saint-Thomas, que me miraba perplejo. —¿No es éste el quinto piso? No podíamos perderlo.
—Nos equivocamos —me dijo.
Lo miré extrañado. Él había seguido conmigo la investigación. El sospechoso, misteriosamente, huía siempre de la escena del crimen.
—Nos equivocamos —repitió Saint-Thomas, antes de murmurar un nombre bíblico. Luego, atónito, lo vi ofreciéndome con la mano tres plumas enormes, como de unas alas de por lo menos dos metros de largo.

miércoles, 16 de marzo de 2011

MELINA


Melina juega
Hay una primavera que se propaga
La calle tiene los ojos del color
De una mañana de domingo
Aquí la lluvia nunca
(No podría)

Melina juega
Cambia una constelación de lugar
Amasa caprichosa una nube
(Así, como caballo de juguete, dice)

Y la tragedia tiene la risa de un niño de
Durazno

El tiempo tampoco
Aquí uno llega a olvidarse de morir
Ocurre que las luces de los autos son
De un caramelo elástico

Que la primavera se dispara
Desbocándose libre
Salvándome de mí
Que dejo de saber cómo hacerme de ceniza