miércoles, 29 de junio de 2011

VUELAN

“Baja para comer. Ya es algo” me dice. Yo sonrío, sin saber muy bien qué contestar. Miro mi bolso en el otro sillón y doy muestras de querer ir al baño a pasar allí, como tantas otras veces, el tiempo que necesitan para revisar mis cosas y convencerse de que no tengo lo que buscan. Pero justo entonces la mujer me ofrece algo de tomar y vuelve al instante de la cocina trayendo a los lados de su cuerpo gastado por los años y las desgracias la botella de jugo y unos vasos.
Ahora, ya en la habitación de mi amigo, me esfuerzo inútilmente por disimular una sonrisa que tiene algo de la travesura del niño y algo de la satisfacción del vencedor. Cada tanto sube sus ojos interrogantes a mí para volver a bajarlos a un punto que no está en esta habitación ni en lugar alguno del mundo físico. Suspiro y abro mi bolso. Tengo ante mis ojos el fruto de la paciencia: esta vez no tuve que apelar a escondites absurdos. Tomo el delgado block de hojas apenas oculto y la tijera. Los ojos se le iluminan y hasta su cara tiene un tono más vivo. Acerca su silla. Pasa un momento absorbido por su tarea hasta recordar que estoy con él y entonces me ofrece la tijera como una forma de humildad o cortesía o una invitación a compartir lo único que tiene.
No sé si acepto por amistad o porque conservo algún resto de esperanza. Sé que otra vez lo ganará la ansiedad y sus manos estarán en sus fragmentos de papel recortado antes de que yo haya terminado de dar forma a los míos. Todavía la tijera en mi mano no habrá terminado de trazar toda la estrella del cuerpo para empezar la saliente de la cola cuando él deposite en el escritorio la forma blanca y leve sobre la que se sostiene la campana de sus manos abiertas. La figura de tres centímetros comenzará entonces una vibración paulatina que la hará suspenderse en el aire y viajar por toda la habitación y un rato después se cruzará con otras iguales a ella que surcarán también el espacio mientras sobre el escritorio, frente a mí, se amontonan fragmentos que se les parecen en todo menos en la vida. Y al irme, hollado por sus ojos felices, soñaré despierto con el día en que una ventana olvidada permita al fin que una frágil existencia de papel vuele libre al aire de la tarde.

NAVIDAD

Esa Navidad iba a ser distinta y lo sentíamos. No hacía mucho que Mamá se había ido de casa y nosotros, con los ojos abiertos en la oscuridad del cuarto, no sabíamos acomodarnos a nuestra nueva vida. Brián y yo acaso no entendíamos qué era lo que se venía pero sí que se venía algo nuevo. Cristina en cambio, con sus años menudos e inocentes, procuraba imaginarse la mañana del veinticinco con ella en la vereda estrenando algún juguete. Nosotros la dejábamos porque sabíamos que así no pensaba en Mamá y no había que ocuparse de que dejase de llorar. A Papá no le gustaba que Cristina llorara. Esa noche casi no nos habló y por eso mismo teníamos miedo de decir algo.
       Mamá era siempre la que se ocupaba de los preparativos. Nos bañaba y nos ponía nuestra mejor ropa. Preparaba la cena y elegía la música. Dejaba la casa reluciente. Lo único que le hubiéramos reprochado era lo de los petardos. No le gustaban y no nos compró nunca fuegos artificiales. Y, aunque esa Navidad no lo hicimos, mirábamos siempre el cielo coloreado de luces y oíamos el ruido. En la última discusión entre Papá y Mamá había reaparecido lo del año anterior, los tiros al aire que Papá había hecho borracho con su revólver. Mamá le pidió siempre que se deshiciera del arma. Él no dejó de hablar de la inseguridad y de que había que defender la casa de posibles ladrones. Mamá nunca se dejó convencer. De algún modo me alegra saber que su otro matrimonio fue feliz.
       Esa Navidad era distinta porque ella ya no estaba y ninguno iba a poder hacer todo lo que ella hacía. Para el arbolito nos bastamos los tres, con Papá no contábamos. Cenamos pizza comprada y nos fuimos a la cama temprano. No brindamos. Extrañamos la sidra sin alcohol de los otros años. Papá tomó vino. Nosotros, el jugo que quedaba, y agua sola. Brián y yo ni soñábamos con regalos. A Cristina no le decíamos nada por no desilusionarla. Íbamos a saber después que ella tampoco podía dormir. Teníamos puesta ropa liviana. Papá tenía unas bermudas deshilachadas, hechas con un jean viejo. Lo recuerdo en ojotas, con la cabeza rapada, tirado en cueros en el sillón. Una de sus manos se perdía tras el sillón, la otra sostenía el vaso de vino. Lo veo, flaco y pensativo, cerrado en su silencio. Sé que no fue el calor lo que nos mantuvo despiertos.
       Brián y yo no sabíamos qué decirnos. Yo no veía la hora de estar en otra situación. Era como si nos hundiéramos en el barro del tiempo. Traté de recordar los festejos de otras navidades pero siempre seguía en mi cama, cerca de Brián. De todos modos el tiempo siempre se pasa. Al rato empezaron a oírse los fuegos de artificio. Sabía, por otras veces, que la gente se adelanta a la hora. Después el ruido iría completándose. Imaginé el cielo rayado de luz. Ahí nomás escuchamos los tiros. Lo primero que pensé fue que se oían demasiado cerca y que tenían que venir del comedor. Mi hermano se levantó de la cama. Yo, como hermano mayor, tenía que adelantármele. Íbamos descalzos para no hacer ruido. Vimos a Cristina saliendo de su cuarto. Le susurramos que vuelva a la cama. No quiso. Se pegó a nosotros. Estábamos encimados contra la pared del pasillo. La puerta del comedor estaba abierta.
       Papá, con el arma pesándole en la mano, estaba parado cerca del arbolito. A sus pies había un bulto grande, rojo. Nos acercamos despacio. No recuerdo si supe o no de entrada lo que estaba pasando. En el suelo había un hombre corpulento, enorme. Tenía una gran barba blanca y un traje rojo. El pelo también era blanco.
       "Que nos robe si puede" dijo Papá mientras el hombre se desangraba inmóvil. "No lo toquen. Lo maté."
       Al caer, el hombre había soltado lo que tenía en la mano. Era una bolsa roja, del mismo material que el traje. Yo la agarré primero. Sentí que esa tela debía usarse en lugares donde hiciera mucho frío. El muerto, sin embargo, no parecía haber transpirado. La bolsa estaba vacía cuando la palpé por fuera. Cristina me la quitó, metió la mano adentro. Sacó una muñeca que había querido tener desde que la viera en la tele. Después buscó y dijo que no había nada más. También dijo que la bolsa era mágica. Yo no sé cómo seguíamos cerca del cuerpo del hombre. Brián metió la mano en la bolsa y dijo que sentía algo. Sacó una pelota de fútbol que era parecida a la de un amigo nuestro, sólo que mejor. No encontró nada más en la bolsa. Me tocaba a mí. En el fondo de la bolsa palpé una caja. A la pobre luz del arbolito vi que era un muñeco articulado de mi superhéroe favorito. No encontré nada más.
       Cristina, Brián y yo nos miramos. Sin una palabra resolvimos darle la bolsa a Papá e irnos a la cama. Al salir del comedor lo vimos confundido. Fue hacia su sillón a sentarse. Dejó de paso el revólver en la mesa. Antes de que cerráramos la puerta estaba sentado en el sillón. Sostenía la bolsa a la altura de sus ojos. La miraba aturdido y lleno de cansancio. No me animé a mirar por la cerradura. Creo que me dormí de madrugada. No sé si soñé con Mamá.
       A la mañana siguiente el cuerpo ya no estaba en el comedor. Alguien había limpiado el piso. Los juguetes seguían donde los habíamos dejado. Papá dormía y se levantó tarde. Jamás le preguntamos por lo de esa noche.

viernes, 24 de junio de 2011

HISTORIA DE SIEMPRE

La soledad de Nuestro Protagonista esquiva lo inmediatamente material: la peatonal de "Las Toninas" por donde avanza (acompañado de sus amigos) está surcada de veraneantes. Su soledad, decía, sólo acepta descripciones poéticas: una melancolía no estimable en horas, una desesperada paciencia, un exilio dentro de sí mismo, una oscuridad donde cualquier luciérnaga es un sol. Pero esta noche Nuestro Protagonista evita lo trágico (es justo: ha salido a distraerse, no quiere pensar que la vida obedece un complejo engranaje donde el azar es ley, ni que su redención puede acecharlo desde cualquier muchacha fugazmente vista). Algo, sin embargo, lo lleva a fijarse en ese grupo de chicas que avanzan en sentido inverso al de sus amigos y él. Sus amigos conversan, puras banalidades, como siempre. Y él quisiera ser parte de esa frívola discusión pero es más fuerte la atracción que una de las chicas del grupo despierta en él. Aclaremos que no es algo puramente físico, la chica lo inquieta como nos inquietaría un ruido en una oscura habitación. Algo en ella tironea de su alma y le encadena la vista. Pero eso no es todo. Porque así como es innegable que cualquier muchacho que fije sus ojos en una chica comprobará que ella esquiva prudente su mirada y camina viendo adelante, la chica que absorbe la atención de Nuestro Protagonista lo mira, de un modo misterioso y casi sobrenatural, ¡directamente a los ojos! Avanza por el centro de la peatonal como él, y le sostiene la mirada como quien aferra en un puño algo tan valioso que no se perdonaría jamás haberlo perdido. Nuestro Protagonista, pese a sus iniciales deseos, no puede tampoco esta vez extraviarse en cosas superfluas. Tampoco esta vez, en esta simple caminata, puede evitar apostar su porvenir a una señal inconfundible, a una mirada tan contundente como una piedra preciosa. Mucho menos en ese brusco e irrevocable adentrarse paso a paso en la peatonal, viendo que ella hace lo mismo, que unidos por la mirada por una fuerza que los traspasa avanzan uno hacia el otro, acercándose a cada paso, a cada instante. ¿Qué le dirá cuando la tenga a escasos centímetros? ¿Se besarán furiosamente como los protagonistas de las películas, sin siquiera meditarlo? ¿Se abrazarán para que sus cuerpos se fundan al igual que sus miradas y en el mundo no importe nada fuera de ellos dos? Instante tras instante han ido acercándose, ya están a un solo paso uno del otro. Parece que el infinito pasado no tiene otra justificación que este momento. Fascinado por esta enigmática magia él la contempla, siente que ella quiere hablarle, se predispone a oírla como naciendo de nuevo.
       –¿Qué mirás, estúpido? –chilla ella, apartando inmediatamente la cara de su vista.
       Miserable y patético, Nuestro Protagonista sigue caminado, pero siente (eso sí) que el mundo es ahora para él completamente inútil.

jueves, 2 de junio de 2011

LA EXPRESIÓN AUTÉNTICA

Voy a saber después que tiene veintiséis aunque parezca de diecinueve, y que sí estudia o estudió en la facultad, y que escribió un blog desde y hasta hace unos años. Me lo va a decir el Facebook. Pero esa noche, arrellanados en los sillones del bazar de arte, después de ese recital de poesía y música donde una chica lloró al cantar un tema muy triste de Violeta Parra y otros leyeron cosas que realmente me interesaron, no voy a estar entorpecido por, al menos, esos sanos prejuicios. Así que seré libre de embarrarme en otras cosas, esas generalizaciones gratuitas que son como los mojones de algunas charlas, porque la superstición de que siempre una experiencia o un conocimiento nuevo acechan en el diálogo corriente todavía no me abandona. No sé qué palabras usaría hoy, ni recuerdo tampoco las que dijo preferir ella, pero acudí en el apuro (los tiempos de la oralidad no son los de la escritura) a "la expresión auténtica". Éramos ella y yo nomás hablando, así que uno podía erigirse en juez y dividir en buenos y malos, nadie cuestionaba la autoridad de un juicio de valor que, por otra parte, sobre nadie caía. Porque a lo que yo me refería, sin plantear ninguna lista ni nada, era a un criterio subjetivo (casi digo "puramente", los tiempos de la escritura no son, por suerte, los de la oralidad), el momento en el que uno, frente a la página escrita, sabe que no podrá hacerlo mejor. Y ese "no poder hacerlo mejor" contiene en su ambigüedad fundamental el triunfo y la derrota, porque se llegó hasta ahí, quizás después de un largo y arduo camino de reescrituras y desazones y etcéteras, y eso es quizás incomparable, pero también es la conciencia de la finitud y fatuidad propias, de nuestra limitación y nuestra muerte, porque más allá no hay nada. Porque (al leer lo propio pero sobre todo lo ajeno) reconocemos en ese esfuerzo algún tipo de verdad, siquiera individual o intransferible, siquiera precaria o perenne. Y eso, al margen del gusto y el talento, por alguna razón, es.