miércoles, 27 de abril de 2011

CONSECUENCIA

Lo supe del otro lado de la puerta por el ruido que hacía con el manojo de llaves. Como había alcanzado el sillón cuando la puerta comenzó a abrirse, me senté. Mientras la puerta se abría lo vi mirándome fijo, viéndome sentada en el living y supe, más que nada por el hecho de que pudiera verme, que me adivinaba acostada en mi cama pocos minutos antes.
Tenía la cara que siempre ponía para excusarse por sus llegadas de madrugada, habló sabiendo que sus palabras no borrarían ni mis lágrimas ni mi enojo.
-Hubiese querido volver antes -me dijo-. Pasaron cosas.
-Ni me hables -le contesté, y el dolor de mi voz le hizo saber que, ahora que él era el único que seguía conmigo, la situación no permitía lujos como el de la salida de esa noche-. Tendrías que haber estado conmigo cuando la policía llamó por teléfono hace unas horas. Ni siquiera llegaste para acompañarme a reconocer tu cuerpo.
-Tenés razón -me contestó-. Pero ya estoy acá, porque lo quisiste así, lo que me pasó a mí no tiene nada que ver con esto. La decisión fue tuya. Por eso vine a buscarte. Vámonos así nomás, no quieras llevarte nada, no mires atrás siquiera, todo esto que nos rodea ya no nos pertenece y, además, adonde vamos no necesitaríamos nada. No te preocupes por lo que queda en la casa, en tu cama, ya va a haber quien se ocupe de lo que dejamos.
-Está bien. Vámonos, hijo -le dije, y nos fuimos.

EL VÉRTIGO


Llegaron. El hombre del medio -el que llevaba los puños atados a la espalda-, sin levantar mucho la vista creyó que, así como la noche simplifica los colores, el sol que trepaba frente a él reducía el mundo a un pequeño y solo lugar, a tres hombres de pie junto a un instrumento temible. Algunos escalones y otros pasos hasta llegar bajo la cuerda, hasta pisar las tablas que amenazaban un abismo tal vez mínimo, tal vez insoportablemente infinito.
De algún modo se alegró de que no lo encapucharan: el sol en la cara le ayudaba tibiamente a no pensar en eternas y terribles agonías suspendiéndose de la horca; imágenes que desesperadamente procuró rechazar en la interminable víspera. Eso sí, la soga le provocaba en el cuello una cierta comezón, sentida desde el primer instante en que ajustaron el nudo contra su nuca.
-¿Un cigarrillo? -le preguntó el que estaba a su derecha.
-Gracias, pero no fumo -contestó.
-Dame uno a mí -dijo el otro, que por su ubicación sería quien accionaría la palanca que abriría el piso del patíbulo.
El que estaba a la derecha del condenado se palmeó los bolsillos del uniforme, luego chistó y meneó la cabeza en una negación.
-Te dije que los trajeras -resolló el que estaba cerca de la palanca.
Hubo un largo silencio que el condenado sospechó a sus espaldas atravesado de mudos gestos. Seguidamente oyó dos pares de pasos bajar desganadamente del patíbulo. No quiso o no pudo mirar hacia atrás pero supo que lo habían dejado solo. La aspereza de la soga agredía parte de esa piel que prolijamente había afeitado bien temprano esa mañana.

lunes, 11 de abril de 2011

DE LA MUJER QUE SONRÍE

De la mujer que sonríe brota una luz. Es un destello claro que se esparce primero por la cara y luego, casi al instante, va más allá. Toca el ilumina todo lo que rodea a la sonrisa y a la mujer que sonríe. Como si hasta ese momento las cosas hubieran estado cubiertas por un velo y ahora, a partir de ese brillo, se mostraran tal como son y cobraran un sentido repentino, distinto del acostumbrado. Si uno tiene que ver con esa sonrisa, si las cosas que uno es o hace o fue o hizo desencadenaron esa luz, se siente que sí, que se puede, que aún bajo la más profunda sombra hubo un camino, como si el alma pudiera volver hacia atrás y reconocer, en la huella de cada paso que parecía dado en falso, una pisada firme en la dirección correcta, y aunque esa sonrisa casi no dure ya no importa, porque uno sabe que ha soñado despierto, y que ha sido un sueño hermoso, hermoso, de veras.

LOS AUSENTES

Lo último que le oí decir a Daniel fueron ocho palabras: “Ella es linda. Él es serio pero bueno.” Después, pasadas las horas necesarias para que fuera ya otro día, nos dimos un abrazo largo y silencioso. Ahora sólo iba a poder hablar de Papá y Mamá con Facundo, y eso yo lo comprendía mientras Daniel se iba para siempre.
            Aunque puede ser nomás que la memoria haga trampa de nuevo, que entonces yo sólo volvía a los juegos con los demás hasta que fuera la hora de dormir y las voces de Papá y Mamá se metiesen por debajo de la puerta. No sé qué parentesco hay entre el mundo de los sueños y el de la infancia, pero que yo me sorprenda recién ahora de que nadie más los oyera ya es algo. Revolverme en la sombra en busca de una complicidad inhallable, sondear los sueños imperturbables de los otros chicos, sus ojos cerrados mientras Papá y Mamá dicen: “Sí, mucha imaginación. ¿No será peligroso? Se inventa esos amigos que dice y a veces le cuesta volver, hacer lo que le pedimos. No sé si su realidad es del todo la nuestra. ¿Un hermanito? ¿Ahora? Por ahí resulte, pero no sé.”
            Así que de día en medio de los juegos sólo queda Facundo para hablar de Papá y Mamá, para contarle que los oigo. Y él me escucha, pero ya sé que piensa en otra cosa. Qué le importa si de noche discuten sobre cuentas sin pagar o dónde dejarme el fin de semana. Él seguramente tiene suficiente con la invención de nuevos escondites, con los trucos para la bolita y esas cosas que nadie puede no entender. Sentir, no obstante, que si también Facundo se fuera, si otro abrazo largo y silencioso quebrara el tiempo, algo se perdería a la deriva, como una carta cuyo destinatario ya no existe para el sueño sino sólo para el despertar, pero más que una carta una torre de sobres que crece cada noche, levemente. Los párpados bajan y Facundo ya no está, es una mentira de la imaginación como los otros chicos y Mamá canta en la cocina. Los párpados suben y Facundo sigue ahí, llamándome a jugar con los demás.
            Es algo que se sabe. Lo que atraviesa una puerta cerrada puede atravesarlas todas. No hay lugar al que ir. Las voces en el comedor son lo único real en la noche, y el cuarto, demasiado grande para mí solo, tengo que llenarlo de fantasmas. Es cierto que debo pedirles permiso para salir a jugar al patio, se resiste Papá y Mamá, con los dedos entre mi pelo, lo convence por fin. Es cierto que ellos saben, por el contrario, de los chicos, aunque procuro que no oigan lo que le cuento a Facundo, y no obstante les preocupa mi negativa a jugar en otra casa, con otros chicos. Lo sé porque se los oigo decir.
            En plena ronda una señal para mirar por sobre el hombro, sin quitar la atención del juego. El disimulo como una forma de resistir, como una forma de preservar hasta el límite lo existente, aunque no resulte, y todos se miren sabiendo que la realidad está llamada a cambiar, que ahora uno es llevado aparte y las miradas de todos lo esperan pidiendo detalles, preguntando cómo son. Sólo que esta vez se trata de mí y antes del abrazo final hay otras cosas. Llamar a Mamá y Papá para darles la noticia, para que sepan que mi imaginación ya no va a solicitarlos porque la adopción es un hecho, porque dejo de ser huérfano y ya no necesito imaginarlos más.

martes, 5 de abril de 2011

LA FÓRMULA

Descansaron ansiosos sus cuerpos, adecuadamente colosales, en los asientos de la sala de espera. Colgando de la pared una ampliación mostraba cómo un hombre vestido de explorador tropical devolvía al mar una tortuga gigante. La fotografía había sido tomada en Galápagos, durante las investigaciones del profesor Young, quien, costeado por importantes firmas, buscaba entender por qué esas tortugas dedicaban sólo sus últimos cinco minutos a envejecer y toda la vida previa al crecimiento. Ellos, aunque -como todos- debían su situación actual a dicha investigación, no prestaban mayor atención al retrato: tanto hacía ya de todo eso. Además, el tiempo se dilataba sin que el médico reapareciera con su diagnóstico.
Se habían llegado hasta la clínica al notar en su hijo los extraños síntomas de una enfermedad desconocida. Allí nadie les había brindado aún respuestas y sin embargo la muerte no les generaba ningún miedo, acostumbrados como estaban a una inmortalidad imaginaria. En los pocos siglos que creían haber vivido jamás supieron que a nadie le sucediera lo que a su hijo ahora. Sus jóvenes e inmaculadas caras no sabían disimular la ansiedad. Irguieron sus altas y esbeltas figuras repentinamente, apenas vieron asomarse al médico, que procuró que el peso de su cuerpo, naturalmente grande, no se reflejara en el ruido de los pasos. Acaso porque no esperaban nada las palabras del doctor los sorprendieron. “En mis trescientos años en la profesión no he visto nada parecido”, dijo, articulando armoniosamente las joviales facciones de su rostro. Al matrimonio la frase no se le hizo del todo nueva, al igual que tantas otras cosas que sentían haber vivido miles de veces ya. El padre, algo desesperanzado, salió un momento a la calle mientras el médico le explicaba a su esposa la situación. En la vereda de la casa de venta de televisores una aglomeración de personas observaba la vidriera murmurando. Según el noticiero una gran parte de la población presentaba los mismos síntomas que su hijo. Informaban sin ahorrarse la alarma de una epidemia. Él repitió en voz baja los síntomas: “Fallas en el organismo, arrugas en la piel, despigmentación del cabello…” Ya no cabía ninguna duda: la fórmula había empezado a fallar.

CUATROCHO

Lo que pasa es que a uno le gustan los números, las fechas y eso. Con los tipos éstos que figuran en las entradas de los diccionarios está bien. Pero yo ¿para qué? En cierta forma lo que pasó es quedarse fuera del tiempo ¿no? Por ahí ella sabe, porque las mujeres son así. Yo no sabría decirte hace cuánto.
Te juro, recuerdo la cama de dos plazas. Y que no podía dormirme. Yo no sé por dónde entró la cucaracha que paseaba por el techo. Es más, ella se dio cuenta primero que yo. Yo tardé bastante. Recuerdo que me miraba y no lo podía creer, con la boca abierta me miraba. Después claro, lo que ya saben todos. Lo insoportable para mí fue lo que la gente notaba en ella y en mí, como dos meses después, en la fiesta de quince de la nena. Pero no me acostumbro ¿entendés? No me acostumbro.
Yo por mi parte no hice nada. Además ¿pude haber hecho algo? Porque… Decime… ¿Qué hace la gente en mi lugar? Es todo demasiado raro. Yo sigo como siempre. Pero en ese momento supe que ya nada sería como siempre. Porque se sabe ¿entendés? Y cuando estoy con ella ni hablo del tema. ¿Qué le voy a decir? ¿Vos le preguntarías a tu mujer qué tan sola se siente? ¿Eh? ¿Vos le preguntarías si le dice a la gente que ese tipo simpático que todos ven por ahí, que ese tipo que firma el cuaderno de comunicados de su hija está muerto?