jueves, 10 de marzo de 2011

GIRASOLES

El viento silbaba en los girasoles cuando el auto frenó lentamente. El hombre bajó desarrugándose el traje y se recostó contra el auto. El atardecer le entibiaba la nuca mientras contemplaba el campo y se preguntaba qué estaba haciendo ahí. Se imaginó niño, corriendo entre la multitud de flores y sintió que su mirada tomaba el aire amable de sus reconciliaciones. ¿Qué era lo que lo arrancaba este fin de semana de sus distracciones de siempre? ¿Qué podía haberlo llevado hasta un lugar que ya no era suyo? El sueño no alcanzaba: sólo se había repetido un par de veces y podía ser nomás un simple recuerdo -claro que algo le hacía temer que una voz, conocida pero olvidada, lo llamara sin palabras de alguna forma inusual-. Pero él estaba ahí, revirtiendo kilómetros y décadas, empujado tal vez por una fuerza superior a su razón y por la necesidad que alguien tenía de verlo: en verdad ya nadie vivía allí y todo era una gran absurdidad.
Acercándose a los girasoles trató de que algo le evitara darse cuenta de la inutilidad del viaje, pero sólo consiguió imaginar que los girasoles lo miraban a él sin importarles el sol. Subió al auto juzgando que cuanto menos tardara en volver, menos explicaciones debería dar, y además, debía descansar para asistir a su trabajo. Tardó en arrancar porque sintió que se dejaba algo olvidado. Concentrado como estaba en encontrar algo de buena música en la guantera, no supo notar que los girasoles ya no miraban hacia el sol, que se volvían hacia el auto para verlo marcharse, irse con la misma tranquilidad de los que ya no esperan nada.


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