miércoles, 27 de abril de 2011

EL VÉRTIGO


Llegaron. El hombre del medio -el que llevaba los puños atados a la espalda-, sin levantar mucho la vista creyó que, así como la noche simplifica los colores, el sol que trepaba frente a él reducía el mundo a un pequeño y solo lugar, a tres hombres de pie junto a un instrumento temible. Algunos escalones y otros pasos hasta llegar bajo la cuerda, hasta pisar las tablas que amenazaban un abismo tal vez mínimo, tal vez insoportablemente infinito.
De algún modo se alegró de que no lo encapucharan: el sol en la cara le ayudaba tibiamente a no pensar en eternas y terribles agonías suspendiéndose de la horca; imágenes que desesperadamente procuró rechazar en la interminable víspera. Eso sí, la soga le provocaba en el cuello una cierta comezón, sentida desde el primer instante en que ajustaron el nudo contra su nuca.
-¿Un cigarrillo? -le preguntó el que estaba a su derecha.
-Gracias, pero no fumo -contestó.
-Dame uno a mí -dijo el otro, que por su ubicación sería quien accionaría la palanca que abriría el piso del patíbulo.
El que estaba a la derecha del condenado se palmeó los bolsillos del uniforme, luego chistó y meneó la cabeza en una negación.
-Te dije que los trajeras -resolló el que estaba cerca de la palanca.
Hubo un largo silencio que el condenado sospechó a sus espaldas atravesado de mudos gestos. Seguidamente oyó dos pares de pasos bajar desganadamente del patíbulo. No quiso o no pudo mirar hacia atrás pero supo que lo habían dejado solo. La aspereza de la soga agredía parte de esa piel que prolijamente había afeitado bien temprano esa mañana.

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