martes, 5 de abril de 2011

LA FÓRMULA

Descansaron ansiosos sus cuerpos, adecuadamente colosales, en los asientos de la sala de espera. Colgando de la pared una ampliación mostraba cómo un hombre vestido de explorador tropical devolvía al mar una tortuga gigante. La fotografía había sido tomada en Galápagos, durante las investigaciones del profesor Young, quien, costeado por importantes firmas, buscaba entender por qué esas tortugas dedicaban sólo sus últimos cinco minutos a envejecer y toda la vida previa al crecimiento. Ellos, aunque -como todos- debían su situación actual a dicha investigación, no prestaban mayor atención al retrato: tanto hacía ya de todo eso. Además, el tiempo se dilataba sin que el médico reapareciera con su diagnóstico.
Se habían llegado hasta la clínica al notar en su hijo los extraños síntomas de una enfermedad desconocida. Allí nadie les había brindado aún respuestas y sin embargo la muerte no les generaba ningún miedo, acostumbrados como estaban a una inmortalidad imaginaria. En los pocos siglos que creían haber vivido jamás supieron que a nadie le sucediera lo que a su hijo ahora. Sus jóvenes e inmaculadas caras no sabían disimular la ansiedad. Irguieron sus altas y esbeltas figuras repentinamente, apenas vieron asomarse al médico, que procuró que el peso de su cuerpo, naturalmente grande, no se reflejara en el ruido de los pasos. Acaso porque no esperaban nada las palabras del doctor los sorprendieron. “En mis trescientos años en la profesión no he visto nada parecido”, dijo, articulando armoniosamente las joviales facciones de su rostro. Al matrimonio la frase no se le hizo del todo nueva, al igual que tantas otras cosas que sentían haber vivido miles de veces ya. El padre, algo desesperanzado, salió un momento a la calle mientras el médico le explicaba a su esposa la situación. En la vereda de la casa de venta de televisores una aglomeración de personas observaba la vidriera murmurando. Según el noticiero una gran parte de la población presentaba los mismos síntomas que su hijo. Informaban sin ahorrarse la alarma de una epidemia. Él repitió en voz baja los síntomas: “Fallas en el organismo, arrugas en la piel, despigmentación del cabello…” Ya no cabía ninguna duda: la fórmula había empezado a fallar.

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