lunes, 11 de abril de 2011

LOS AUSENTES

Lo último que le oí decir a Daniel fueron ocho palabras: “Ella es linda. Él es serio pero bueno.” Después, pasadas las horas necesarias para que fuera ya otro día, nos dimos un abrazo largo y silencioso. Ahora sólo iba a poder hablar de Papá y Mamá con Facundo, y eso yo lo comprendía mientras Daniel se iba para siempre.
            Aunque puede ser nomás que la memoria haga trampa de nuevo, que entonces yo sólo volvía a los juegos con los demás hasta que fuera la hora de dormir y las voces de Papá y Mamá se metiesen por debajo de la puerta. No sé qué parentesco hay entre el mundo de los sueños y el de la infancia, pero que yo me sorprenda recién ahora de que nadie más los oyera ya es algo. Revolverme en la sombra en busca de una complicidad inhallable, sondear los sueños imperturbables de los otros chicos, sus ojos cerrados mientras Papá y Mamá dicen: “Sí, mucha imaginación. ¿No será peligroso? Se inventa esos amigos que dice y a veces le cuesta volver, hacer lo que le pedimos. No sé si su realidad es del todo la nuestra. ¿Un hermanito? ¿Ahora? Por ahí resulte, pero no sé.”
            Así que de día en medio de los juegos sólo queda Facundo para hablar de Papá y Mamá, para contarle que los oigo. Y él me escucha, pero ya sé que piensa en otra cosa. Qué le importa si de noche discuten sobre cuentas sin pagar o dónde dejarme el fin de semana. Él seguramente tiene suficiente con la invención de nuevos escondites, con los trucos para la bolita y esas cosas que nadie puede no entender. Sentir, no obstante, que si también Facundo se fuera, si otro abrazo largo y silencioso quebrara el tiempo, algo se perdería a la deriva, como una carta cuyo destinatario ya no existe para el sueño sino sólo para el despertar, pero más que una carta una torre de sobres que crece cada noche, levemente. Los párpados bajan y Facundo ya no está, es una mentira de la imaginación como los otros chicos y Mamá canta en la cocina. Los párpados suben y Facundo sigue ahí, llamándome a jugar con los demás.
            Es algo que se sabe. Lo que atraviesa una puerta cerrada puede atravesarlas todas. No hay lugar al que ir. Las voces en el comedor son lo único real en la noche, y el cuarto, demasiado grande para mí solo, tengo que llenarlo de fantasmas. Es cierto que debo pedirles permiso para salir a jugar al patio, se resiste Papá y Mamá, con los dedos entre mi pelo, lo convence por fin. Es cierto que ellos saben, por el contrario, de los chicos, aunque procuro que no oigan lo que le cuento a Facundo, y no obstante les preocupa mi negativa a jugar en otra casa, con otros chicos. Lo sé porque se los oigo decir.
            En plena ronda una señal para mirar por sobre el hombro, sin quitar la atención del juego. El disimulo como una forma de resistir, como una forma de preservar hasta el límite lo existente, aunque no resulte, y todos se miren sabiendo que la realidad está llamada a cambiar, que ahora uno es llevado aparte y las miradas de todos lo esperan pidiendo detalles, preguntando cómo son. Sólo que esta vez se trata de mí y antes del abrazo final hay otras cosas. Llamar a Mamá y Papá para darles la noticia, para que sepan que mi imaginación ya no va a solicitarlos porque la adopción es un hecho, porque dejo de ser huérfano y ya no necesito imaginarlos más.

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